Las heridas de la soledad
El aislamiento social es un factor de riesgo capaz de tener un impacto sobre la salud mayor que el que tienen el consumo de tabaco, alcohol, la falta de actividad física o la obesidad
Francisco J. Vaz Leal
Catedrático de Psiquiatría
Sábado, 5 de octubre 2024, 07:53
Hace unas semanas tuve el enorme privilegio de impartir la lección magistral en el acto inaugural del curso 2024-25 de la Universidad de Extremadura. ... Buscando un tema relacionado con la medicina que pudiese interesar a un auditorio heterogéneo, opté por abordar la cuestión de la soledad y sus efectos negativos sobre la salud. El tema suscitó gran interés y generó sorpresa en buena parte del audiencia, motivo por el que ahora me decido a utilizar este foro para dejar constancia ante los numerosos lectores del diario de tan relevante problema.
La soledad, de acuerdo con la Organización Mundial de la Salud, constituye un problema de salud pública de primera magnitud porque puede provocar graves daños en la salud física y mental, deteriorar la calidad de vida y provocar un acortamiento de la expectativa de vida. De hecho, mientras que disponer de un sistema de apoyo interpersonal sólido se asocia a una reducción significativa del riesgo de morir, las situaciones de aislamiento social y soledad se correlacionan con una mortalidad incrementada en un 29-32%, lo que las convierte en un factor de riesgo capaz de tener un impacto sobre la salud mayor que el que tienen el consumo de tabaco, alcohol, la falta de actividad física o la obesidad. De acuerdo con los datos que aporta la literatura científica, las personas en situación de aislamiento social y soledad tendrían un riesgo incrementado en un 25% de padecer cáncer y en torno a un 30% más de posibilidades de morir de forma prematura, sufrir un infarto de miocardio, padecer enfermedades coronarias o enfermedades cerebrovasculares y desarrollar demencias. También estarían más expuestas a padecer trastornos psiquiátricos del tipo de la depresión y la ansiedad, siendo en ellas más frecuentes la ideación suicida, el abuso de alcohol y las conductas impulsivas y agresivas.
El problema, aunque no es exclusivo de las personas mayores, afecta con mayor frecuencia a este segmento de la población, especialmente si la situación de soledad se añade a un trastorno psiquiátrico, a una enfermedad crónica que limite la movilidad o la capacidad comunicativa, o a la pertenencia a grupos estigmatizados o marginales.
Favorecidos por el envejecimiento de la población, el aislamiento social y la soledad han adquirido en los países occidentalizados dimensiones epidémicas, llegando a afectar en algunos casos a más del 40% de los ciudadanos. En Europa el 25% de los adultos mayores de 65 años no institucionalizados podrían estar viviendo en una situación de incomunicación social. En nuestro país, aunque los estudios son escasos, los realizados llegan a resultados muy similares, con hasta un 23% de la población mayor de 65 años viviendo en una situación de riesgo potencial. Si extrapolamos estas cifras a la población extremeña (utilizando los datos del Instituto de Estadística de Extremadura, relativos a 2023), con un 30% de los hogares habitados por una sola persona, estaríamos ante la posibilidad de que más de 50.000 personas mayores de 65 años estuviesen viviendo en situaciones de este tipo, una franja poblacional que podría llegar a corresponder al 5% de la población total de nuestra comunidad autónoma.
¿A través de qué mecanismos hace daño la soledad? El aislamiento ha supuesto un grave problema para la humanidad desde los primeros momentos de su historia, toda vez que la supervivencia de nuestros antepasados ha estado en todo momento ligada al mantenimiento de los vínculos sociales. El grupo ha proporcionado protección frente a los depredadores y otros peligros, ha protegido la propiedad personal, ha incrementado la efectividad de las tareas de caza y agricultura, ha favorecido la reproducción y ha brindado apoyo en la crianza de los hijos. Estar solo o ser excluido del grupo ha implicado un aumento de las posibilidades de morir y de no reproducirse. Todo ello ha determinado que el sentimiento de soledad funcione como un sistema de alerta en el plano psicológico, de forma parecida a como el dolor lo hace en relación con un posible daño corporal. La percepción de la soledad dispara las alarmas y moviliza los sistemas neurobiológicos que utilizamos para hacer frente a situaciones de peligro (físico o psicológico, real o imaginario), es decir, activando los ejes neurobiológicos del estrés. La acción de estos sistemas, que protegen eficazmente nuestro organismo en situaciones conflictivas, termina por provocar un claro daño orgánico cuando se mantienen crónicamente. La consecuencia de la activación neurobiológica persistente será un estado inflamatorio mantenido que favorecerá la afectación del cerebro, el deterioro y la senescencia del sistema inmunológico, el envejecimiento celular y la alteración de la microbiota intestinal, un elemento fundamental para el mantenimiento del equilibrio de numerosos procesos orgánicos. Los resultados serán los que se acaban de enumerar, empezando por el agravamiento de diversas enfermedades, algunas ya referidas: cardiovasculares, neurológicas, psiquiátricas, digestivas, metabólicas, reumatológicas, osteomusculares, respiratorias, y un largo etcétera, a las que hay que añadir los problemas relacionados con el consumo de sustancias, incluyendo el abuso de fármacos prescritos en consultas médicas, como opioides y psicofármacos.
¿De qué manera podemos abordar el problema de la soledad y paliar sus consecuencias? El primer paso debe ser su reconocimiento en tanto que problema de salud pública a nivel sociopolítico y sanitario. La investigación epidemiológica, por su parte, será fundamental para dimensionar el problema, para conocer su impacto real sobre la población y también para detectar factores de riesgo. Los datos obtenidos deberán traducirse en prácticas concretas, que deberán ser minuciosamente evaluadas. Será necesario incorporar sistemáticamente la información obtenida a los sistemas de registro sanitario, para su consideración por parte de los profesionales de la salud, como se hace con otros factores de riesgo. Tenemos que formar a nuestros estudiantes de Ciencias de la Salud, así como a los residentes de las especialidades más implicadas, en especial a los de la especialidad de Medicina Familiar y Comunitaria, sobre los que recaerán preferentemente, una vez terminado su periodo de formación, las tareas de detección y prevención. Será imprescindible también conectar el sistema sanitario con los servicios sociales y con las redes y recursos comunitarios para que constituyan sistemas confluyentes que aporten respuestas coordinadas. En todo momento, la sensibilización de la población será, dentro de este contexto, un elemento fundamental, pretendiendo ser el presente texto una pequeña contribución a este nivel.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión