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Gracias a las series de televisión, hemos aprendido que en Estados Unidos pueden suceder las cosas más raras del mundo. Por ejemplo, en Cabot Cove, el pueblo donde vivía Jessica Fletcher, había más muertes violentas que en Detroit: 'The New York Times' calculó que el 2% de la población del lugar sería asesinada a lo largo de todas las temporadas de 'Se ha escrito un crimen'. Es lo que tiene retirarse a un villorrio costero y tranquilo, que te alquilas una casita junto al mar pensando en que te vas a hartar a sándwiches de langosta, y te acaba asesinando un coche teledirigido.

Las cabezas no están buenas, pero allí están peor. Y si la ficción televisiva es pintoresca, la realidad no lo es menos: ya habíamos visto las fiestas de la varicela, esas reuniones organizadas alrededor de un niño enfermo a las que los padres llevan a sus hijos para que se contagien y, así, inmunizarlos. La novedad es que, ahora, a esa fiesta hay que sumarle la del coronavirus: un tipo acudió a una de ellas en Texas para comprobar si el coronavirus era real, y murió tras infectarse con la Covid. Hombre, hasta la incredulidad tiene un límite, que yo no necesito tirarme por un puente y estrellarme contra el suelo para saber que la gravedad existe. Pero hay gente que cree en Trump antes que en la ciencia. Están locos estos americanos.

Además del coronavirus, en España también hay fiestas donde se contagian otras cosas. «Mierdolinas», que decía mi abuela: en 'Sálvame' han pillado un filón con las juergas privadas de futbolistas y toreros, y no lo van a soltar en todo el verano. Como si hubieran descubierto América. Pero menos mal que esas fiestas se hacen aquí, y no allí, en Cabot Cove. Si no, no quedaba uno vivo.

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