¿Qué ha pasado este lunes, 8 de diciembre, en Extremadura?

Negritos de Montehermoso

Los días 2 y 3 de febrero Montehermoso se llena de emigrados, curiosos, turistas, viajeros y legiones de antropólogos que desvirtúan su estética con el ruido y las luminarias de los móviles

Eugenio Fuentes

Domingo, 26 de enero 2025, 07:46

Ya vienen los Negritos de Montehermoso! Ya han cortado las ramas de avellano y están enfriando los carbones para tiznarse el rostro, ya ensayan el ... sonido de la flauta y del tamboril y los pasos de sus danzas, que parecen brotar de siglos lejanos como un destilado burlesco para conjurar con la música y el baile algunos temores atávicos: a la oscuridad, a la guerra, al extranjero.

Publicidad

Uno ya no se asusta de nada que sea ficción, ni de las distopías literarias, ni de las películas de terror, ni de las sombras de la noche, pero en la infancia rural los negritos de Montehermoso sí que nos asustaban. Claro que por entonces aún no habíamos perdido la inocencia, porque no había pantallas, y nos impresionaba la inesperada aparición de los Negritos el día de San Blas, que venían de muy lejos, comandados por el Palotero, como surgidos de la lluvia y la niebla. Ahora ya todo está grabado y visto en la cacharrería de internet, que todo lo despieza y lo devora y elimina el misterio. La antigua tradición local está declarada Fiesta de Interés Regional y los días 2 y 3 de febrero Montehermoso se llena de emigrados, curiosos, turistas, viajeros y legiones de antropólogos que desvirtúan su estética con el ruido y las luminarias de los móviles.

Y no es que uno caiga en la nostalgia de un tiempo que recuerda en blanco y negro, contagiada la memoria por las fotografías de la época; es que no había cámaras ni flashes que desgarraran la oscuridad. Hay que imaginar la fiesta como era entonces, cuando el alumbrado público de las calles del pueblo se limitaba a unas pocas y pálidas bombillas en las esquinas que, más que iluminar, aumentaban la profundidad de las sombras y fortificaban su misterio. En la segunda noche de febrero, los hachones de las Candelas ondulaban al compás del tamboril, la flauta de tres agujeros y el hipnótico ritmo de las castañuelas, que repiqueteaban con una extraña energía, como un prólogo de la fiesta ancestral donde todo –la música, los atuendos, la estética, los símbolos–, sugiere que nació en los siglos profundos y mágicos, mucho antes del primer testimonio escrito que la documenta.

Al día siguiente aparecían los Negritos de San Blas que ya habían anunciado las antorchas. Y a pesar de su intención cómica, los niños huíamos de aquellas figuras con el rostro de antracita que entrechocaban con una perfecta sincronización las varas de avellano, cuyos secos chasquidos se sobreponían sobre la música mientras el Palotero, el bufón de la pandilla, con su zurrón de piel de cabra a la espalda, su gorro como una paródica mitra episcopal y sus enormes castañuelas de corcho, que no suenan, venía corriendo hacia nosotros con intención de asustarnos.

Publicidad

En uno de los bailes, la Danza del Mambrú, unos Negritos que habían ido a la guerra dejaban durante unos segundos de bailar para escenificar la violencia bélica con modos grotescos, que, sin embargo, también tenían algo de amedrentador para los niños que no podíamos imaginar que los adultos pelearan. También la Danza de los oficios consolidaba esa característica de la fiesta, la peculiar mezcla entre baile y teatro.

Los Negritos con sus bailes elevaban la temperatura emocional necesaria que culminaba con la venta de los cordones bendecidos de San Blas, donde los ecos paganos daban paso a la religiosidad. Los cordones al cuello nos protegerían contra los males de la garganta y otras enfermedades de nombres misteriosos. Nuestras madres nos permitían elegir su color entre el arcoíris del manojo que las mayordomas llevaban en el brazo, junto con la cesta de mimbre donde se recogía la dádiva. Luego los conservábamos durante meses, al menos hasta que pasara la temporada de catarros. Hoy, desde luego, resultan demasiado elementales y los actuales devotos de San Blas los llevan en la muñeca, como una pulsera más entre otras pulseras de estética hippie.

Publicidad

A medio camino entre las vegas del Alagón y las sierras del norte, Montehermoso no está enclavado en un paisaje grandioso, no guarda castillos con musgo ni palacios con yedra, ni sillares de un pasado glorioso ni una hermosa arquitectura popular, no ofrece rutas literarias de escritores difuntos, pero sí conserva un par de dólmenes en su dehesa de encinas centenarias, un folklore musical tan rico que incluso ha maridado con el rock de Robe Iniesta, un atuendo típico que sedujo a Sorolla, un sombrero muy airoso y colorido y unas fuertes tradiciones.

De todas sus fiestas, la de Los Negritos no es la más etílica ni la más alegre, en ese mes de febrero todavía oscuro donde la luz ya va cogiendo carrerilla, pero sin duda es la más sociable, la que aglutina en una misma ceremonia a gentes de todas las ideas y todas las edades, desde los chivirrilatos a los más viejos del lugar. Me gusta porque sus protagonistas son la música y baile, en un país poco musical en el que no se baila lo suficiente.

Publicidad

Y eso es lo que yo recuerdo de los Negritos en mi infancia, cuando nos asustaban las ficciones. Ahora ya, de adultos, solo nos asusta la realidad que nos rodea.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Primer mes sólo 1€

Publicidad