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Opinión

Después de un invierno bueno y una buena primavera

Nada como caminar por la montaña para comprender que estos incendios no pueden combatirse solo desde la ciudad

Eugenio Fuentes

Domingo, 28 de julio 2024, 08:29

Después de un invierno bueno y una buena primavera, el verano puede ser terrible por la temperatura y los incendios. Habíamos tenido un mes con ... el termómetro a la baja, pero de repente se acabó ese benévolo clima y nos aplastó el calor. Los inviernos en Cáceres pueden ser fríos o templados, las primaveras secas o lluviosas y los otoños tranquilos o agitados, pero los que no cambian son los ardientes veranos cacereños, difíciles de soportar. Y aunque ahora ya cada jornada se acortan dos minutos las horas de luz, el otoño queda todavía muy lejos.

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En este Cáceres de canícula, en este Cáceres rodríguez y depresivo, en este Cáceres presidiario para quienes no pueden escapar al pueblo, al mar o a la montaña, todos estamos impacientes por que se marche de una vez el sol con sus lanzazos, parece increíble que se mueva tan lento, milímetro a milímetro por el ancho cielo. Desde el amanecer, el sol hornea la tierra y durante la noche asciende del suelo torrefacto una calefacción radiante contra la que luchan las ventanas climalit de los hogares, apenas sostenidas por el empuje del aire acondicionado, que zumba a todas horas para enfriar el interior tanto como caldea aún más las calles.

Y en las calles históricas de Cáceres no hay tantas fuentes como la ciudad merece. Hablo de fuentes para beber, de humildes fuentes con grifo donde el paseante pueda agacharse a rellenar su botella, no hablo de las fuentes ornamentales de altos chorros que lucen en parques y avenidas, donde los heroicos plátanos de hojas anchas siguen dando sombra sin rendirse a la hostilidad del clima.

En la enorme plaza con suelo de granito que gratina el sol de julio, el turista sediento y obligado a la travesía para alcanzar el Arco de la Estrella, sentirá una profunda envidia por los criogenizados que en esas horas duerman tan fresquitos en sus lechos de hielo.

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Y mientras la ciudad se asa de calor, el campo está caliente y amarillo como un hojaldre sin relleno y parece que uno atisba por todas partes un olor a quemado, porque después de una primavera tan efervescente lo normal es esperar un verano incendiado.

Donde hay calor y bosques sucios hay riesgo de fuego, de que surja en las sierras uno de esos incendios brutales que solo pueden controlarse perimetrándolos y esperando que, con un poco de suerte, solo se queme lo que queda dentro. Porque solo se apagan cuando ya no queda nada que quemar y su galerna de llamas deja la tierra negra y despellejada y un panorama desolador de cerros alopécicos, de árboles negros en los que primero arde la cabellera y luego cede el tronco, que queda muerto y carbonizado, en pie, o derrumbado sobre sus propias cenizas. En cada árbol que muere muere un pájaro, en cada arboleda que desaparece desaparece una manada de ciervos y no queda ni rastro de jilgueros ni de grillos, ni rastro de abejas ni de mariposas.

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Por fortuna, desde hace días se están viendo por el cielo las avionetas y helicópteros contra incendios y ya estarán llenas de agua las cisternas de los camiones.

Camina uno por la sierra verde y arbolada y se tranquiliza al ver en lo alto de un risco un coche del Seprona desde donde una patrulla vigila la aparición de un posible hilo de humo, controla un coche extraño que se interna por una pista forestal y observa el comportamiento sospechoso de un caminante, quizá uno de esos tipos incendiaros que nunca han pensado en el terror del árbol sésil, con las raíces clavadas en el suelo, que ve cómo se aproxima un incendio y él no puede huir.

Nada como caminar por la montaña para comprender que estos incendios no pueden combatirse solo desde la ciudad. El cuerpo de bomberos nació para apagar los fuegos urbanos, donde son sumamente eficaces, pero sus recursos y sus técnicas se ven limitados en campo abierto. Del mismo modo que entran a saco en edificios en llamas, por ventanas y balcones, protegidos con sus trajes y sus pantallas de agua, y extinguen en minutos el fuego en una cocina o en un dormitorio, así vemos sus dificultades, cuando no su impotencia, para arrastrar las mangueras monte arriba, para lanzar agua contra la masa de bosque ardiendo que los rodea mientras se va intensificando la galerna que levanta el propio fuego, el traqueteo de las llamas.

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Los incendios forestales son demasiado dañinos para dejar su responsabilidad solo a los bomberos. Para extinguirlos se necesita también el trabajo de los campesinos, la colaboración ciudadana donde todos seríamos agentes forestales y las labores previas de limpieza del monte con máquinas o con rebaños de cabras o bisontes que mantengan a raya la maleza, que dejen libres las sendas y los caminos por los que acceder en caso necesario.

En esta ardiente canícula del 2024, que suelta el calor guardado durante todo el año sobre una naturaleza repleta de combustible, de broza y hojarasca, hay una calma tensa en los retenes de extinción de incendios, como si estuviera a punto de explotar una bomba.

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