La paradoja de la Navidad
Esperanza Mancera
Domingo, 7 de diciembre 2025, 01:00
Hay un momento del año en el que todos, incluso los más escépticos, sentimos un leve temblor en la memoria. Suele coincidir con estos días ... de puente en los que las ciudades empiezan a encender sus luces –si no lo han hecho ya– y nosotros, casi por inercia, abrimos las cajas donde guardamos los adornos. Es un gesto sencillo, casi doméstico, pero cargado de una fuerza simbólica que no siempre reconocemos.
De niños, ese gesto era pura magia: significaba que algo extraordinario estaba a punto de ocurrir. La casa se transformaba, el tiempo se volvía elástico y la ilusión parecía un recurso inagotable. Con los años, sin embargo, la Navidad se convierte en una paradoja. Seguimos repitiendo los rituales, pero ya no somos los mismos. Aquella emoción infantil, tan inmediata y luminosa, se va desdibujando. No desaparece del todo, pero se vuelve más tenue, más consciente, más frágil. La ilusión ya no llega sola: hay que invocarla, casi persuadirla. Y en ese esfuerzo descubrimos que la Navidad no es solo una fiesta, sino un espejo que nos devuelve nuestra propia transformación. A medida que crecemos, también aprendemos que la Navidad tiene un reverso. Las pérdidas, que durante el resto del año se camuflan entre monotonía y obligaciones, se vuelven más visibles en estas fechas.
Las sillas vacías pesan y las ausencias se hacen notar con una claridad que a veces duele. La fiesta que un día asociamos con la plenitud nos recuerda, de pronto, a los que no están. Y es ahí donde la paradoja se vuelve más evidente: celebramos mientras echamos de menos; encendemos luces mientras sentimos cierta oscuridad en nuestro corazón; brindamos mientras recordamos. Sin embargo, quizá sea precisamente esa mezcla la que da sentido a la Navidad adulta. Ya no buscamos la magia ingenua de la infancia, sino algo más complejo: un espacio donde convivir con lo que somos ahora.
La Navidad se convierte en un ejercicio de memoria y de resistencia emocional. Adornamos la casa no solo para embellecerla, sino para recordarnos que todavía somos capaces de crear un pequeño refugio en medio del invierno. Encendemos luces porque necesitamos, más que nunca, un símbolo de continuidad. Nos reunimos –aunque seamos menos, aunque falten voces– porque la vida sigue pidiéndonos presencia. Y en ese gesto, cotidiano y humilde, hay una forma de esperanza. No la esperanza grandilocuente que promete soluciones definitivas, sino una más discreta, más humana: la que se cuela en los detalles, en las conversaciones tranquilas, en la voluntad de seguir adelante pese a todo. La Navidad, entendida así, no es una obligación ni un decorado, sino una oportunidad para reconciliarnos con nuestras propias contradicciones. Quizá ese sea el verdadero sentido de estas fechas: aceptar que la ilusión cambia, que la vida nos transforma, que las pérdidas nos acompañan, y aun así elegir encender la chispa de la Navidad. No para negar la oscuridad, sino para recordarnos que todavía somos capaces de llenar de magia nuestro hogar. Aunque sea pequeña. Aunque sea solo por unos días.
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