Como en el cuento, las voces que proclamaban «que viene el lobo» hace décadas que nos rondan. Y a veces los lobos, como los apagones, ... vienen. Cinco segundos bastaron para que se volatizaran de la tensión de los cables eléctricos una cifra, que no sé situar en mi cotidiano de lámparas y frigoríficos, la cantidad de 15 gigawatios por el lado de la generación. Hace unas pocas semanas, el 9 de abril, el propio operador Red Eléctrica Española (REE) desconsideraba las advertencias de la Red Europea de Gestores de Redes de Transporte de Electricidad sobre el riesgo de apagones si se continuaba por la senda de permitir el enganche de plantas solares a troche y moche sin invertir en «cortafuegos» en caso de interrupciones súbitas. REE es una gran maquinaria eléctrica privatizada en 1999. Hace ya unos meses el historiador alemán Fabian Scheidler publicaba el libro 'El fin de la megamáquina. Historia de un civilización en vías de colpaso' (editorial Icaria). A fuerza de construir grandes colosos privados que estimulan y controlan generadores energéticos, distribuciones alimentarias, explotaciones de minas o maquinarias militares nos vamos acercando cada vez más a «apagones» en nuestro acceso a suministros esenciales, a una calidad de vida o a tener derecho a habitar el territorio de nuestros antepasados.
Vivimos el tiempo de megamáquinas: productoras o distribuidoras (centralizadas y en unas pocas manos privadas) que extienden sus tentáculos para controlar, comercializar y aumentar la disponibilidad de energía, de agua o de alimentos ultraprocesados. Suben los riesgos, aunque confiados creemos que las grandes pandemias o las grandes danas o las sequías que ya ocurrieron no nos pillarán. Pero nos pillan. Y siempre desprevenidos, con poca información y, sobre todo, con poca autonomía para reaccionar ante la falta de luz en casas o en industrias. La probabilidad de que algún engranaje o una megamáquina entera se apague, como ocurrió el 28 de abril, es baja. Pero por una simple regla estadística este pequeño colapso termina ocurriendo. Los ingenieros de General Electric que diseñaron la central nuclear de Fukushima creían que la probabilidad de un terremoto de magnitud 9 sería de uno cada 400 años, al igual que la irrupción de olas superiores a 30 metros. Pensaron mal, informaron peor. Los escapes y los desastres nucleares se generan más a menudo de lo que la gente piensa. Uno, porque la probabilidad es más alta de lo que estiman los modelos producidos por los ingenieros. Dos, porque estadísticamente todo termina por ocurrir alguna vez, si es que tiene posibilidad de ello. Tres, por simples razones económicas para beneficio de grandes empresas que se lucran de la construcción y gestión de estas megamáquinas. En muchos casos con el amparo del Estado: es decir, que entre todos y todas asumimos su desarrollo y sus riesgos. En la misma línea podemos recordar la pandemia del coronavirus, que forma parte de la extensión de las gripes de origen animal que han crecido exponencialmente en las últimas décadas. Están más presentes, según un estudio realizado durante la pandemia por la Universidad de Oxford, porque aumenta la presión sobre bosques y su vida salvaje, por la intensificación ganadera (a más antibióticos más probabilidad de que haya virus que muten) y por los movimientos transnacionales. Aparte del creciente calor que permite que determinados insectos portadores de enfermedades puedan instalarse en nuestra península.
Crecen las máquinas mega-mundializadas que nos hacen mega-vulnerables en diversos sectores vitales. Remontémonos a junio de 2008. Bastaron diez días de huelga en el transporte para que las tiendas y supermercados que nos proveen con productos que viajan muchos kilómetros se quedaran sin poder comprar productos básicos. En otros casos, como el aceite hace bien poco o los cereales ante cualquier conflicto o excusa internacional, los bienes de primera necesidad se encuentran acaparados por algunas distribuidoras o por fondos especulativos. Se «apaga» el comercio de dichas materias y se encienden por otro lado los márgenes de beneficios para quien lo distribuye.
En este contexto, los apagones en el Mediterráneo, y particularmente en Extremadura, serán frecuentes en dos terrenos. El primero enlaza energía y agua. Estamos insistiendo en atraer industrias que reclaman grandes cantidades de agua o cantidades de energía, como por ejemplo: minas, industrias de diamantes, ganadería y agricultura superintensiva, almacenes logísticos o de servidores de datos en internet. Más megamáquinas reclamarán acaparar la producción de energía o la distribución de agua. El segundo se dirige a nuestra comida. Cada vez el juego de la alimentación aparece más encorsetado por multinacionales que controlan qué se produce, qué se vende y a qué precio. En este escenario, suben en Extremadura las dinámicas de despoblamiento rural o de trastornos nutricionales. Estamos en el top de producción alimentaria, pero somos la región donde más crece la emigración juvenil desde el mundo rural y donde niños y niñas consumen menos fruta de toda España.
En el cuento del lobo no se cuenta que la convivencia en el monte con una ganadería extensiva puede darse si hubiera realmente un apoyo a quien pastorea localmente para prevenir ataques o para compensarlos. Y si se comienza a pagar esta actividad como lo que es: un servicio nutricional y un servicio ambiental para Extremadura y para el resto del país. Con los otros 'lobos', los apagones, energéticos, hídricos o nutricionales, no ocurre lo mismo. El camino de las megamáquinas es destructivo en el corto y en el medio plazo. Es imprescindible apostar por relocalizar sistemas alimentarios (mercados más próximos y que las instituciones compren «cercano»), sistemas energéticos (ahí están las comunidades energéticas) y una cogestión del agua al servicio de la producción tradicional y que fija población en Extremadura. Los impactos están aumentando. La democracia se resiente. Los daños pueden llegar a ser irreparables. Estamos a tiempo de no ser enterrados por una sucesión de apagones en cascada.
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