No me hagas perder el tiempo
Anabel Rodríguez
Martes, 4 de noviembre 2025, 01:00
Hay una forma muy concreta de desconsideración cotidiana que rara vez se nombra: la de hacerte perder el tiempo. Quizá porque creemos que el tiempo ... es un recurso que se renueva, que basta con dormir para empezar de nuevo. Pero no, el tiempo no vuelve. Y, sin embargo, lo entregamos como si fuera arena infinita.
Parte de mi trabajo consiste en esperar. Esperar en los pasillos del juzgado a que llamen mi asunto, a que el funcionario encuentre un expediente, a que el juez termine otro juicio que se alarga. Esperar. La toga pesa más cuando llevas una hora de pie mirando el reloj. Y una empieza a sospechar que no es solo el procedimiento lo que está mal organizado, sino el concepto de respeto. Porque esperar sin razón es una forma de desatención, un modo silencioso de decir «tu tiempo vale menos que el mío».
Pero no son solo los juzgados, es la vida en general. Esperar a que empiece un concierto, a que llegue alguien que prometió estar «en cinco minutos», a que te atiendan en una consulta donde todos los relojes están parados. Es una espera constante que se disfraza de normalidad. Y yo, como casi todos, sonrío educadamente, saco el móvil, finjo que no me importa. Pero me importa. Porque en ese gesto pequeño, en esa media hora robada aquí o allá, hay una idea peligrosa: la de que nuestro tiempo es infinito.
No lo es. El tiempo no se estira. No se fabrica. No se compra. No hay forma de devolver las horas que una pasa mirando una puerta cerrada, esperando que algo comience. El tiempo que se pierde no se recupera, se acumula.
Si voy a desperdiciar mis horas, prefiero ser yo quien decida cómo. Si voy a perder una tarde, que sea haciendo o sin hacer nada, no esperando algo o alguien que no llega. No soportando retrasos que se justifican con un «ya sabes cómo es esto».
Hay soberbia en hacer esperar. Es el gesto más mundano de la falta de empatía. Nos hemos acostumbrado tanto a vivir en el aplazamiento que ya no lo notamos Y, mientras tanto, la vida sigue corriendo implacable.
Cada minuto que alguien me hace perder es un minuto que le quita a algo que sí querría estar haciendo: escribir, leer, estar con mis hijas, no hacer nada —que también es un lujo—. A veces me pregunto por qué no me defiendo, por qué no digo basta. Por qué nos cuesta tanto ponerle un límite a los demás cuando invaden algo tan íntimo como nuestro tiempo. Quizá porque el presente se disfraza siempre de eternidad. Mientras esperamos, parece que el reloj está detenido, que habrá más horas, más días, más oportunidades. Pero no es así.
El tiempo es finito. Lo olvidamos cada mañana y lo recordamos cada vez que una espera se hace eterna. Pero el reloj nunca deja de correr. Y que hay una diferencia enorme entre malgastar el tiempo y dejar que te lo roben.
Yo, al menos, quiero malgastarlo a mi manera.
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