
Boato y pompa
Quizás lo que comprendió el papa Francisco es que su Dios no necesitaba boato para llegar al alma de los fieles
Ana Zafra
Domingo, 27 de abril 2025, 23:13
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Ana Zafra
Domingo, 27 de abril 2025, 23:13
En materia de espiritualidad podríamos establecer una sucesión de grados. En el estadio más íntimo estaría la fe individual, esa que, por educación o convicción, ... cada cual alimenta en su interior. Un sentimiento que puede sanar el alma o atormentarla y que no siempre está regida por un Dios intangible ya que depende, mayormente, de la elección personal.
Está, luego, la fe de grupo, que puede ser amor al prójimo o simple necesidad de integración y que, a la postre, ayuda a mantener nuestro indispensable sentido de pertenencia.
Seguiría la fe de masas, manipulada por hilos que sí son de este mundo, con la que los poderosos usan la desesperanza y el miedo como combustible para cebar sus intereses y promover inquinas y guerras.
Y, luego, entre el fasto inane y la grandiosidad coercitiva, está el Vaticano.
Asistimos ahora a la interpretación de lo que pretende ser «Ad maiorem Dei gloriam», pero que, al menos en apariencia, se asemeja enteramente a una fabulosa representación teatral. Un espectáculo de bellas pompas flotantes.
Inciso necesario es recordar que todo este oropel, toda esta coreografía de túnicas, todo el despliegue de monarcas y capitostes está motivado por la muerte de quien intentó mostrarse hombre aún cargando con la responsabilidad de representar a Dios. Francisco: humano, poderoso y divino, una Santísima Trinidad encarnada en el tipo simpático que, como aquel en nombre de quien hablaba, no rechazaba a los pobres ni tiraba piedras a los diferentes.
Pero volvamos al teatro. En la Edad Media, cuando la mayoría de los fieles no sabía leer ni escribir, la Iglesia había de valerse de símbolos para predicar la fe y, de paso, dominar al pueblo. El pórtico de cualquier catedral explicaba la magnificencia del Creador a la vez que, dentro, en sus vitrinas, advertía de los tormentos del Infierno. Todo estudiado. Todo, un reclamo publicitario para vender el Paraíso de la misma manera que ahora nos venden el Cielo si conducimos un determinado coche o calzamos una marca de zapatillas.
Hoy la Iglesia lo tiene más complicado. Primero porque se nos supone informados y, segundo, porque cuesta sorprendernos. La catedral de León, una joya maravillosa, se queda pequeña al lado de, pongamos, el Burj Khalifa y los fastos eclesiásticos no son rival para, por ejemplo, la inauguración de un unos juegos olímpicos.
Quizás eso es lo que comprendió Francisco. Que su Dios no necesitaba boato para llegar al alma de los fieles. Quizás por eso quiso vivir con la mayor simplicidad que el imponente cargo le permitía. Volver a la fe de conciencia; a la parroquia de barrio, con feligreses que se reunían para ayudarse; a abrazar a quienes, precisamente por sentirse diferentes, más necesitan del reino de los cielos. Y a abominar de este funeral barroco lleno de mandamases que han ido solo a ver y a ser vistos.
Y a luchar por una Iglesia que utilice más el jabón, pero produzca menos pompas.
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