El eterno espejismo
Nuestra política la hacen aforados, individuos a los que no se los puede imputar por cometer delitos
Alonso Guerrero
Viernes, 23 de mayo 2025, 22:58
Ninguna democracia es lo que parece. No es proporcional, porque no todos los votos valen lo mismo, ni justa, y a menudo ni representativa. Vivimos ... con ello, igual que con las condiciones de la hipoteca, y hasta pensamos que somos afortunados por haber conseguido la mejor. La propia democracia es un espejismo que han puesto ante nosotros. Sin embargo, a menudo son las elecciones las que le quitan a la gente el poder de decidir. Véanse los Estados Unidos, que han arrojado una nueva versión de aquel personaje de Philip K. Dick: 'El hombre en el castillo'. El problema español es distinto, por supuesto. La particularidad de nuestra política, desde que comenzó a ser una democracia, consiste en la enorme distancia que existe entre los políticos y la gente que los lleva al Parlamento. Una vez conseguido el poder, el político entra en una caverna en la que no ve la realidad y, además, le prohíbe –generalmente, el partido al que pertenece– tenerla en cuenta. Esa es la razón por la que nuestro bipartidismo está arrojando un índice de corrupción sin el cual no podríamos comprender ya el país en que vivimos. No sólo eso: el propio votante diseña su vida sabiendo los cambios que va a traerle esa corrupción, igual que cuando adopta un perro. Hace años que nos parece lógico que quienes mandan tengan de sacar provecho de ello. La falta de ejemplaridad es algo que define a los que crean las leyes en nuestro Parlamento, aunque sólo sea porque pulsan un botón determinado, cuando saben que deberían pulsar el otro.
En España, además, la corrupción es impune. Nuestra política la hacen aforados, individuos a los que no se los puede imputar por cometer delitos. No ocurre en ningún otro país de Europa. Las relaciones entre la política y el capital producen corrupción, también la que existe entre conservar el poder o perderlo. Estamos en contacto con ella en casa, en el trabajo, cuando vemos los informativos, o nos compramos un póster del país de Jauja, sabiendo que otros pueden ir pero nosotros no, porque somos demasiado honestos. La forma en que asumimos que no podemos hacer nada frente a lo establecido es lo que conforma el pensamiento político en este país. ¿Justicia? ¿Existe realmente, si se ha politizado la responsabilidad –véase lo ocurrido en la dana de Valencia– y, por tanto, la culpabilidad?
En España la corrupción es endémica. Hasta los tribunales están atados políticamente. Somos el país en que las decisiones políticas más se basan en conservar los privilegios. Ningún partido va a implementar leyes que permitan el fin de esa impunidad. Da igual quien gobierne: gobernar es disponer de una serie de ventajas que pueden ser discutidas, pero no juzgadas. No existe imputación, no existen objeciones públicas, porque seguimos en una España de cesantes. Ignorar a la mayoría debería convertirse en el delito ideológico más grande, pero nadie la oye. Nos hemos acostumbrado a no cuestionar a los partidos por los errores que cometen, tampoco por sus aciertos. En ese sentido, el español sigue siendo predemocrático y preeuropeo. Ha vendido su capacidad de distinguir lo que hacen por él de lo que hacen contra él.
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