30 días de soledad
Alonso Guerrero
Viernes, 4 de julio 2025, 23:05
Las vacaciones empiezan, o empezarán muy pronto. Todo se vuelve reiterativo, igual que cuando trabajábamos: agencias de viaje, hoteles y vuelos que son una extraña ... repetición de algo que ha ocurrido siempre. Resulta que no podemos escapar a las vacaciones, igual que no podemos ausentarnos del trabajo. A partir de ahí comprobamos que España es un país donde sólo existen argumentos políticos: los aeropuertos no funcionan, los poderes públicos están ahí para preservar los beneficios de las compañías privadas, en ocasiones a costa de originar el caos. Los trenes tampoco funcionan, porque gestionar mal en este país no trae consecuencias: el mal funcionamiento sólo lo critican los que creen que otros partidos lo harían mejor. Pero al parecer nadie lo hace mejor, por eso sólo existen dramas políticos, no de gestión, ni de principios. Los programas electorales son plantillas de PowerPoint: convencen con promesas que jamás se llevarán a cabo, con argumentos cuya verdad no podrá comprobarse. Para olvidarlo todo, necesitamos unas vacaciones, y esa necesidad va convirtiéndose en nostalgia durante todo el año. Eso cambia la rutina de nuestra vida por otra que parece más apasionante: la de la playa, el chiringuito, la cerveza, la paella, incluso las visitas a museos y el recorrido de grandes bulevares en ciudades a las que sacamos millones de fotos para pincharles alfileres en el abdomen y ponerlas en las redes sociales.
Nos libramos del trabajo y, poco a poco, inevitablemente, aparece una nostalgia más categórica: la que nos lleva al teléfono móvil. No para comunicarnos –al fin y al cabo, las vacaciones se publicitan como si fueran celdas en la isla de If–, sino para no perder la costumbre de estar disponibles. Se trata de un sucedáneo de conexión, la sombra de un modo de ser que perdimos cuando tomamos el avión que nos llevó a otro país, o el coche que nos sumó a las filas de hambrientos de las playas. Volvemos al móvil como a un inconsciente colectivo, y ese paraíso perdido nos devuelve la posesión de nuestra soledad. Lo pasamos muy bien, tomamos fotos de lugares inolvidables, comemos como gusanos de seda, pero quizá nos sintamos desprotegidos. Ya no vemos memes, ni entramos en ningún grupo de Whatsapp, porque nadie entra –todos están tan solos como nosotros–, y realmente empieza a pasársenos por la mente utilizar una simple, maravillosa botella de cristal para mandar mensajes que contengan verdaderas esperanzas, esas que no han aparecido en nuestra bandeja de entrada en ningún momento del año.
¿Qué nos ocurre? Descubrimos que en ese aislamiento del resto del mundo podríamos realizar verdaderas revoluciones, ser otras personas, comprender lo que ocurre en nuestra vida. Empezamos a entender la diferencia entre la verdad y la mentira, entre lo que tiene importancia y lo que no, entre la felicidad y las apariencias, entre el lugar que ocupamos y aquel para el que creíamos haber nacido. Esa nostalgia comienza a comernos por dentro, así que guardamos el móvil en la bolsa de la sombrilla, mientras nos damos un chapuzón, para que no nos lo roben. Miramos al horizonte, pero vivir así es imposible. Nos sentimos como si hubiésemos dejado a nuestro hijo dentro del coche, al sol. Y sólo deseamos que las vacaciones terminen, y que nuestra vida vuelva a la falsa apariencia de la que nunca debió haber salido.
La necesidad de vacaciones va convirtiéndose en nostalgia durante todo el año
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