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La usucapión de Cataluña

Aquellos catalanes, digamos de ‘pura cepa’, que de forma paulatina han ido desplazando o, más bien, laminando, el componente de transversalidad cultural, lingüística y política que caracterizaba a la comunidad catalana, imponiendo una hegemonía aplastante de ese catalanismo nacionalista con trasfondo profundamente reaccionario y xenófobo, que hoy domina absolutamente todos los ámbitos de poder

Agustín Vega Cortés

Miércoles, 11 de octubre 2017, 00:21

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LA usucapión es una figura legal, también llamada prescripción adquisitiva, que significa un modo de adquirir la propiedad de una cosa y otros derechos reales posibles, mediante la posesión continuada de estos derechos en concepto de titular.

Creo yo que pocas definiciones tan acertadas como esta para explicar y comprender, qué ha ocurrido en Catalunya durante los últimos 35 años. Los nacionalistas desean, en palabras del recordado Adolfo Suárez, «Elevar a la categoría política de normal, lo que a nivel de calle es plenamente normal», o, por seguir con el símil jurídico, llevar a cabo un procedimiento declarativo de dominio, en el que se reconozca de forma definitiva que, ese bien, o sea, Cataluña con sus 8 millones de habitantes dentro, es propiedad de ellos. Y efectivamente, estamos ante una pretensión que tiene a su favor las condiciones básicas para que se puede reconocer que los nacionalistas, que no representan a más del 30% de los catalanes con derecho a votos, son, efectivamente, los dueños del territorio de Catalunya y todo lo que en el mismo se contiene, pues la usucapión supone «la tenencia de una cosa por una persona, o el disfrute de un derecho unidos a la intención de haber la cosa o derecho como propios. Es preciso, por tanto, que el poseedor se comporte como dueño de la cosa o titular del derecho real, actuando como tal frente a la colectividad, siendo necesario que nadie cuestione dicha situación» (Sentencia del TS de 24 de octubre de 2014).

Durante casi 40 años, tanto desde el partido socialista como desde el PP, se ha aceptado que el mantenimiento de ese bipartidismo imperfecto que les ha mantenido el poder durante 4 décadas a pesar de los muchos desastres ocasionado por sus Gobiernos, necesitaba de los votos y el apoyo de los partidos nacionalistas catalanes, lo que les permitían gobernar en minoría sin necesidad de apoyarse mutuamente, y mantener así una apariencia de antagonismo ideológico y de diferencias en sus políticas económicas y sociales, que, aunque a la hora de la verdad no eran tales, sostenían la ficción de la alternativa derecha-izquierda. Y que el precio de esa veintena de votos, era aceptar que Catalunya era terreno privativo de los catalanes, entendiendo como catalanes no al conjunto de la población de Cataluña, de la cual el 50% o más son de origen andaluz, extremeños o de cualquier otra región española, y que se sienten, o se sentían hasta hace poco, españoles, sino aquellos catalanes, digamos de ‘pura cepa’, que de forma paulatina han ido desplazando o, más bien, laminando, el componente de transversalidad cultural, lingüística y política que caracterizaba a la comunidad catalana, imponiendo una hegemonía aplastante de ese catalanismo nacionalista con trasfondo profundamente reaccionario y xenófobo, que hoy domina absolutamente todos los ámbitos de poder. Un poder entendido no solo en su significado gubernativo, ni de los aparatos del Estado, o de las clases sociales privilegiadas, que se da por supuesto, sino en ese universo de multiplicidad de poderes que se manifiestan en la sociedad de forma horizontal y que Foucault define como «la trama de poder microscópico, capilar». Son poderes que se manifiestan en distintos niveles, se apoyan mutuamente y de una forma sutil, ejercen un dominio total de la sociedad.

Las instituciones de enseñanza en todos sus grados, el mundo de la cultura en la más amplia expresión, los organismos corporativos o colegiados de las profesiones liberales, el deporte, el mundo empresarial, el gigantesco entramado burocrático y del sector público que emplea a 200.000 personas adictas al régimen, la enorme maraña de ONG de todo tipo y condición y perfectamente inútiles en su inmensa mayoría, cuyos promotores llevan toda la vida viviendo de los presupuesto públicos, así como cualquier otro ámbito de las relaciones sociales y de poder en Catalunya, se encuentran atravesados por el dominio hegemónico del catalanismo nacionalista. Toda expresión del componente español latente en una gran parte de la población de Cataluña, es puramente residual, casi clandestina, y en proceso de extinción. Hasta tal punto esto es así, que hoy en Cataluña están más presentes, consideradas y apreciadas, las manifestaciones culturales de los extranjeros que la de los españoles. Un fenómeno perfectamente comprensible en la lógica del rechazo a España como autoafirmación de la idea nacionalista.

Durante este tiempo el Estado ha ido desapareciendo completamente de esa parte de España, y no solo en su significado institucional, sino lo que es peor, en su sentido alegórico y de representación del hecho incuestionable, al menos hoy por hoy, de que el territorio catalán forma parte de la nación española. Como consecuencia de ello, y cuando los nacionalistas se han sentido con la posesión del 100x100 de la propiedad y el pleno dominio, han convocado esa parodia de referéndum del día 1 de octubre, y las posteriores movilizaciones de sus seguidores, con el objetivo te llevar a cabo el acto declarativo de alcance mundial, para dar carta de naturaleza al hecho indiscutible de que ellos ya son los que mandan allí y el Estado español es, desde hace mucho tiempo un invitado de piedra al que ha llegado la hora de extrañar.

Por eso, y si al final de todo este proceso, el separatismo triunfara de alguna forma, bien con la independencia o con la destrucción de la paz y de la democracia, su triunfo será tanto por el mérito de su relato falsario, como por la ausencia de ningún otro que se le haya enfrentado, pues jamás una nación tan merecedora de ser defendida como España, ha tenido tan pocos defensores.

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