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El terror golpea Barcelona

Es tiempo de duelo en homenaje a las víctimas inocentes y reflexión sobre la necesidad de mantenernos unidos frente a la barbarie

Jueves, 17 de agosto 2017, 23:39

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Desde el 11-M de 2014, el terrorismo islamista nos había rondado sin alcanzarnos, hasta que ayer una furgoneta desbocada se lanzaba por Las Ramblas de Barcelona repletas de gente, llegando a recorrer más de 700 metros haciendo zigzags para agravar la masacre. Trece personas, al menos, han resultado muertas, además de uno de los terroristas, abatido por la Policía, y 80 de personas han resultado heridas. Otro terrorista, detenido, es marroquí, posee permiso de residencia y estaba fichado por la Policía. El Daesh ya ha reivindicado la matanza. España forma parte del núcleo duro de la lucha occidental contra el terrorismo yihadista, por lo que estamos en el punto de mira de los terroristas. Y a pesar de la gran profesionalidad de las fuerzas de seguridad del Estado, nos podía tocar en cualquier momento; de hecho, la alerta de seguridad es en España de grado cuatro, lo que, en una escala del uno al cinco, indica claramente el riesgo en que estamos instalados. Matar a traición es fácil, y más si quienes matan están dispuestos a inmolarse. La táctica salvaje de utilizar vehículos como armas mortíferas comenzó en Niza, el 14 de julio de 2016 –día de la fiesta nacional de Francia–, cuando un tunecino a bordo de un gran camión alquilado recorrió a toda velocidad el paseo de los Ingleses, matando a 85 personas e hiriendo a 303. Desde entonces, terroristas islamistas han cometido atentados semejantes en Berlín, en Londres, en Estocolmo, en París y en Barcelona. Los atentados de 2004 forzaron al Estado español a ser adelantado de la lucha antiyihadista, que se mantiene desde entonces con un celo y una eficacia preventiva –hasta ahora– que han servido de referencia a las demás policías occidentales, cada vez mejor coordinadas entre sí. La ‘detección temprana’ de posibles focos de irradiación ha permitido numerosas desarticulaciones de células de activistas, que han sido presentados al juez o expulsados de España. Además, se reformó el Código Penal en 2010 y en 2015 para facilitar la desactivación de las células criminales, y el año pasado fueron detenidas 69 personas y juzgadas 39 por prácticas yihadistas, si bien fueron expulsadas muchas más con el conocimiento y la autorización de los tribunales. Pero el fenómeno es difícil de abarcar: también en 2016, según Europol, fueron detenidos en la Unión Europea 718 sospechosos de terrorismo, cuatro veces más que en 2012. Pero nunca es posible prevenirlo todo, y menos la actuación subrepticia de estos fanáticos que consagran su vida a una sanguinaria guerra santa, seguros de que la inmolación les llevará a un mundo idílico de vírgenes y manjares celestiales.

De cualquier modo, cada atentado ha de ser un acicate más para extremar el esfuerzo, para incrementar los medios y para extremar la vigilancia contra una lacra que, en el fondo, es el reflejo de una gran fractura geopolítica que asimismo habrá que abordar a escala global. Es difícil postular racionalidad en un mundo, el árabe e islámico, que está materialmente en llamas y obligado a un éxodo perpetuo. Cataluña, dispersa en su conflicto, ha reaccionado con diligencia y acierto en la gestión de la gran tragedia, arropada por la solidaridad española y por la simpatía de la comunidad internacional. También, paradójicamente, el debate sobre el turismo en Barcelona se ha diluido en la evidencia de lo fácil que resulta ahuyentar a los visitantes, por lo que cualquier prudencia es poca para conseguir que la urbe siga siendo grata a sus huéspedes. Es tiempo, en fin, de duelo y reflexión: duelo en homenaje a las víctimas inocentes, reflexión sobre la trascendencia de las cosas, sobre la globalidad de las amenazas, sobre la necesidad de afrontar unidos esos retos vitales que nos zarandean y contra los que debemos oponer una resistencia firme y sin fisuras.

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