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¿Qué ha pasado hoy, 27 de marzo, en Extremadura?

‘El reprocés i la mare que ens va parir’ (*)

Se decidió convocar un octavo referéndum, pero esta vez se estableció que si el resultado era similar, se echaría a suerte por los Letrados Máximos el cara o cruz de la independencia o la continuidad

JESÚS GALAVÍS REYEs

Lunes, 12 de febrero 2018

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Habían pasado ya unos cuantos años y los politólogos y demás entendidos no acababan de ponerse de acuerdo ni en los hechos, ni en las circunstancias ni en las consecuencias de lo que rodeó y siguió al primer Procés. Todo estaba aún muy confuso y demasiado reciente como para intentar ser objetivo. Sin embargo, había una versión que solía aceptarse como la que más se aproximaba a la verdad histórica. Es esta que sigue y les transcribo: «En la segunda década del tercer milenio, los tres Partidos Incorruptos (o, al menos, poco corrompidos) habían logrado echar del poder al Partido Corruptelas y ejercían un Gobierno Tripartito Hispánico. Para lograr cierto equilibrio, todos hicieron concesiones recíprocas, siendo una de ellas que los unos admitían que las pensiones las pagasen los bancos extranjeros en proporción directa a la lejanía de nuestras fronteras a cambio de que los otros aceptasen el derecho a decidir y a plebiscitarse unilateralmente. Visto y no visto: en Cataluña, en apenas una semana, se convocó el séptimo referéndum independentista –esta vez legal– y el escrutinio de los votos estableció que los secesionistas habían ganado por un solo voto de diferencia. Exactamente había 2.524.321 centrífugos frente a 2.524.320 centrípetos. ¡Independencia!, clamaron algunos, mas varias voces exigieron sensatez, a lo que se unió la denuncia de un interventor de mesa de Sant Feliu que aseguraba que había sido testigo de un pucherazo. Siguieron otras acusaciones que revelaban irregularidades en bastantes puntos del territorio y se decidió, para evitar males mayores, repetir el referéndum. Esta vez, (sorpresas te da la vida) quienes ganaron fueron los partidarios de continuar en España, pero… también por un solo voto de diferencia. No podía ser… Se encargó una investigación y se descubrió que un vecino de Lleida había enfermado de gripe justo en aquella semana y no había podido votar independencia y, al mismo tiempo, una chica de primero de derecho en la Autónoma barcelonesa aseguraba que en la anterior no habían votado por resaca dominguera, pero que esta vez sí lo había hecho a favor de la permanencia. Fue el inicio de una cascada de alegaciones de votantes de ambos bandos que presentaban certificados de enfermedad, de partos, de accidentes y un larguísimo etcétera de documentos para demostrar que, aunque ese día no habían votado, lo habrían hecho en tal o cual sentido. Se decidió convocar un octavo referéndum, pero esta vez se estableció que si el resultado era similar, se echaría a suerte por los Letrados Máximos el cara o cruz de la independencia o la continuidad.

Y en esas estaban los catalanes cuando un grupo de alcaldes de la zona media del Condado, comandados por un celebérrimo y lucidísimo director de teatro, declaró la independencia de sus territorios respecto de Cataluña al tiempo que manifestaban su deseo de permanecer como neonata región autónoma dentro del Estado. El Honorable en ejercicio, al conocer el suceso, soltó un contundente ‘¡collons, la mare que ens va parir!’, aunque añadió a continuación en excelente castellano: Vaya, éramos pocos y parió la abuela. Evidentemente, era un día de partos.

Inopinadamente, el fenómeno se reprodujo en otros lugares del Estado. Fue como un contagio plebiscitario, como una fiebre de cantonalismo agudo. Se propagó una auténtica epidemia, un virus anómalo que invadía las neuronas de cualquier ciudadano apacible y en pocos días, donde antes no había sino un campesino alcarreño más o menos satisfecho con su quehacer, surgía ahora un independentista de toda la vida, reclamando su derecho a convocar una consulta para que él y sus oprobiados paisanos alcanzasen la dignidad nacional que durante centurias les había sustraído Castilla. ¡España nos roba las peras!, gritaba. Y tres leguas más allá, como en un eco visceral, otros espetaban con ira: ¡no somos españoles, que somos de paquí!

¡Virgen Moreneta! Qué confusión… Hubo un periodista que bautizó a este frenesí como ‘El Reprocés’ al tiempo que, en ejercicio de su derecho irrenunciable a decidir, determinó dejar el periodismo para dedicarse a la adivinanza del futuro en una barraca de feria. Y no le fue mal.

Este y miles de casos más se multiplicaban por toda la semiextinta España y en apenas unas semanas no se podía circular de una provincia a otra sin que los conductores no se encontrasen con decenas de manifestaciones que dificultaban el tráfico, o con gasolineras reconvertidas ocasionalmente en sedes de votación para los habitantes de una pedanía cercana.

A medida que el Reprocés avanzaba, retrocedía la cordura. Incluso en el Tripartito, ejerciéndose el consabido derecho, cada partido dispuso gobernar solamente para aquellos ciudadanos que se declaraban votantes suyos. Había tres conjuntos de leyes, tres cuerpos de normas y decretos, a los que se superponían o solapaban los miles de nuevos reglamentos de cada foco consultante, sufragante y escrutante.

Los españoles menos consultivos se pasaban el año viajando por todo lo que hasta unos decenios antes había sido España: en cuanto se enteraban de que un territorio se aprestaba a ejercer el derecho de marras, salían huyendo de allí y, encomendándose a Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, buscaban refugio en alguna zona de la Península o de sus islas que no estuviese contaminada por el virus separatista. Allí se ponían al amparo de sus habitantes que los acogían con bastante cariño. A este nuevo fenómeno se le llamó la Diáspora Referendumtista, aunque otros decían la Dispersión Urnaria. Y lo mismo ocurría en cualquier ámbito de la vida: por ejemplo en las empresas, cuyas estructuras estaban compartimentadas en distintos territorios. Se daba el caso de que una empresa de automóviles tenía su sede social en Madrid, los puntos de venta en Archidona, sus fábricas en Valladolid, los obreros se desplazaban desde la Mancha o desde El Bierzo para trabajar en ellas y las tiendas de recambios se habían entregado como franquicias a varias corporaciones de inmigrantes chinos (quienes, también, habían ejercido su derecho a decidir y habían fundado el Territorio Independiente de Chin-Cham-Berí)».

¿Y en Europa? En aquellos atormentados tiempos en Europa nos miraban muy, pero que muy sorprendidos. Y preocupados.

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(*) El Reprocés y la madre que nos parió.

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