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Paisaje después de la tormenta

Los pueblos particularistas viven en una permanente disociaciónentre la tendencia sentimental que les impulsa a vivir aparte y otra, también sentimental, pero sobre todo racional y de hábito (o de interés), que les impele a convivir con los otros en unidad nacional

José María Molina

Sábado, 23 de diciembre 2017, 23:55

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Tras el pujolismo y su ‘guinda’, el ‘procés’, la ignorancia de los propios representantes institucionales del secesionismo catalán ha puesto de relieve la mayor operación concebida contra la unidad de la España democrática, que pasará a la historia tanto por el rigor de su preparación como por las nefastas consecuencias para los catalanes y el esperpento de sus ejecutores.

Por ello, el 21-D, con independencia de los concretos resultados electorales, marcará una fecha de referencia para el inicio de la estructuración de un modelo de convivencia política, democrática y territorial de España, con vigencia secular.

Tras esta fecha, urge la realización de un riguroso y sincero diagnóstico de la situación por la que atraviesa España para, en su caso, prescribir el tratamiento y adecuada posología, que mitigue las recurrentes dolencias que aquejan su cuerpo longevo, abocado a la universalidad.

España es un conglomerado de emociones y sensaciones expresadas a través del sentimiento positivo de afecto y amor a lo propio. Comienza en nuestro entorno más cercado o ‘patria chica’, se amplía a las patrias provinciales o regionales y, todas ellas se integran en la Patria madre, formada por un caleidoscopio de idiosincrasias configuradoras de nuestra rica y variada realidad nacional que, por humana, es perfectible, y puede incluir elementos de incomodidad para sus integrantes, derivados del apego a lo particular, pero muy diferente del excluyente y negativo odio a lo ajeno, promovido por algunos.

España como realidad política nació hace 500 años de un formidable afán por ser españoles de los pueblos que habitaban la Península, creando una gran nación compacta en la que se disolvieron, aunando y entrelazando sentimientos e intereses. Tras cinco siglos de intensa convivencia y proyectos compartidos, no cabe la deconstrucción. Todos esos pueblos son lo que son, porque durante todo este tiempo han sido lo que han sido, y siguen siéndolo, España. Que hoy tiene como constantes vitales el ser un Estado social y democrático de Derecho que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político; que la soberanía nacional reside en el pueblo español y que, la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, es indisoluble.

Entre estos pueblos han existido, existen y existirán, algunos que tienen un sentimiento particularista, definido magistralmente por Ortega y Gasset como un sentimiento de perfil difuso, intensidad variable y tendencia clara, que se apodera de una colectividad haciéndola desear fervientemente vivir apartado de aquellos que anhelan lo contrario; reforzar la adscripción, integración y fusión en una histórica comunidad de destino que es la Nación española.

Estos pueblos particularistas, según el insigne filósofo, por una misteriosa y fatal predisposición, sienten el afán de quedar fuera, exentos, intactos de toda fusión. Reclusos y absortos dentro de sí mismos. Y se olvidan que en su ruta por el devenir de los tiempos, allá por el siglo XV, cuando surgió la formación de los grandes Estados, sucumbieron a la atracción histórica y se subsumieron en la identidad de uno de ellos, contribuyendo a su grandeza y consolidación, así como a la configuración de la geopolítica actual.

Los pueblos particularistas viven en una permanente disociación entre la tendencia sentimental que les impulsa a vivir aparte y otra, también sentimental, pero sobre todo racional y de hábito (o de interés), que les impele a convivir con los otros en unidad nacional. Arrastran su destino, angustiados, a lo largo de la historia y se instalan en un quejido permanente, porque la evolución universal camina en dirección de un gigantesco movimiento e impulso hacia unificaciones cada vez mayores.

Su drama es que quieren ser lo que no pueden ser, una pequeña isla arisca, recluida en su morada interior. Obsesionados con las cuestiones de soberanía y siempre enzarzados con alguien, configuran comunidades que son un problema para sí mismas y algo ‘cansible’ para las demás.

Este sentimiento particularista es bien diferente de una voluntad política, pues no todos los que lo sienten aceptan la política nacionalista ni quieren vivir aparte de España.

El problema surge cuando el sentimiento se traduce en exacerbadas fórmulas políticas concretas que manipulan, distorsionan, mienten, no respetan derechos y libertades, y apelan a la barbarie saltándose la legalidad democrática a la torera, cuando no, cometiendo presunto delito. El problema es extremo cuando todo ello se hace desde las propias instituciones.

Parte del pueblo catalán es particularista y guste o no es ‘nuestro particularista’, al igual que este pueblo catalán tiene en España, ‘su Nación’, lo que no es nada baladí y exige ‘conllevarse’. ¡Es nuestro sino! y, para ello, son necesarias unas reglas mínimas de convivencia.

Sentir y pensar es libre, articular ideológicamente un pensamiento particularista, también, incluso hacer política con ello, porque vivimos en un país democrático. Pero violentar la legalidad, bajo ningún concepto.

Los poderes del Estado, las instituciones, partidos políticos, sindicatos, administraciones públicas, el gobierno central, los autonómicos y locales, así como las sociedades que los sustentan, tienen ante sí uno de los mayores retos y deberes, históricos, consistente en impedir la desmembración de España. Y, utilizando la Constitución y las leyes, neutralizar la articulación de cualquier estructura secesionista que actúe contra la legalidad, así como, deconstruir las existentes.

Un tiempo nuevo después de ‘la tormenta’ demanda un rearme moral y cívico de la sociedad española que exige mayor tolerancia con lo tolerable y mayor rigor con lo intolerable.

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