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¿Qué ha pasado hoy, 17 de abril, en Extremadura?

Hablemos del Valle

Dentro de unos años a nadie le importará si las cenizas de Franco están en un cementerio familiar o si siguen donde están. Y aunque sean trasladadas, la instrumentalización política de la Historia seguirá siendo moneda de cambio

ramón besonías

Sábado, 1 de septiembre 2018, 23:35

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SI preguntas a los adolescentes quién era Franco, un escaso porcentaje contestará a lo sumo que era un dictador. Algún cinéfilo casposo dirá que así se llamaba el perro de Torrente. Si esa misma pregunta se la haces a los 'millenials', el porcentaje sube si acaso unas décimas; la respuesta, resultado de una raquítica wikipedia mental, se reducirá al exiguo formato de un tuit mal hilado. Ni siquiera los más talludos demostrarán saber mucho más del generalísimo que los típicos tópicos extraídos del 'trending topic' de turno, contaminado con la toxicidad del 'fake', variando de pelaje según qué telediario escuchen o qué periódico escriba lo que quieren leer.

Algunos, fieles beatos de su iglesia, entregados a su catecismo político, recitarán la letanía aprendida y despotricarán contra los paganos –léase su antípoda ideológica–, convencidos de militar en la fe verdadera. No ha cambiado mucho el panorama desde décadas. A lo sumo se ha crispado más si cabe por el 'fast food' mediático. Es comprensible que no pocos ciudadanos se identifiquen con el argumento conservador del «mejor dejar las cosas como están». El atávico pugilismo político –cainismo, diría el maestro Machado– no ha hecho sino agravar la amarga sensación entre el pueblo soberano de que no merece la pena siquiera un segundo hablar de eso que llaman memoria histórica –a saber qué es eso, se preguntan–, más aún cuando tenemos asuntos más urgentes que quitan el sueño y llenan de telarañas la faltriquera. Si se abriera un referéndum sobre este imponderable, por mucha pedagogía institucional que hubiera, ganaría por goleada el «virgencita, que me quede como estoy».

Sabemos que la feliz ignorancia es un placebo que alivia, pero no sana. ¿Y qué? Ojos que no ven… Nunca estuvo la ciudadanía española preparada para oír con honestidad, sin ira ni acritud, el viento de la Historia. Somos más de automedicación, sin mediar facultativo. Nunca fuimos país de psicoanálisis. Confiamos en que una complaciente homeopatía hará que las heridas cautericen, o al menos permanezcan dormidas cruzando los dedos. ¿A quién le importa el pasado? ¿No se supone que vivimos, a veces a nuestro pesar, en un presente ininterrumpido? Al español nunca le importó mucho la Historia, a menos que esta se manifieste en el lúdico folclore de las fiestas de guardar. Maldecimos el poder presente, y al pasado por muerto lo obviamos, sin pensar que en nuestra indiferencia está la herida que arrastramos y que nunca cura a menos que la miremos cara a cara. Así somos. Muerto el perro, se acabó la rabia.

Dentro de unos años, como ahora, a nadie le importará si las cenizas de Franco están en un cementerio familiar o siguen en el valle. Y aunque estas sean trasladadas, la instrumentalización política de la Historia seguirá siendo moneda de cambio electoral, ya sea a mayor gloria del reclamo del voto conservador, de aquellos que vienen de la progresía republicana o de aquellos otros que, haciendo oídos sordos, creen que esto no va con ellos. El cainismo sigue comprando votos. Como rezaba aquella película de Woody Allen, si la cosa funciona…

Pero no vayamos a rasgarnos ahora las vestiduras; este estado de cosas no es solo responsabilidad de políticas mezquinas, también es nuestra, peces ciegos picando un anzuelo sin gusano, plañideras rezando santos que obvian nuestras plegarias, Esaú vendiendo su primogenitura por un plato de lentejas.

Ya no se habla del pasado, tampoco del futuro. Y cuando se habla es para rascar la urticaria, no para sanar la herida. Ni siquiera en la escuela se habla de nuestra historia; se estudia, se memoriza la Historia enlatada en un libro, pero no se habla de esa otra, la intrahistoria, corazón en la mano, rascando en la genealogía familiar, hilando cabos en busca de ese hilo invisible pero real que une tu relato con mi relato, sanando por pura empatía décadas de toxinas heredadas.

Tenemos que hablar, y cómo hacerlo si no escuchamos, si no respetamos a priori la voz del otro, con la esperanza de que su historia, parcial y vulnerable, permita tejer la mía propia, herida de olvido.

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