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La guerra de los descontentos

Somos los ciudadanos españoles los legítimos dueños constitucionales del derecho y del deber de decidir sobre cualquier territorio de España. Democráticamente, en las urnas, y no con modos violentos. Así que a votar, pero todos los españoles

AGUSTÍN MUÑOZ SANZ

Sábado, 19 de agosto 2017, 22:57

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El relato de las relaciones históricas entre el gobierno central de España y Cataluña es una colección eterna de problemas. Un aria wagneriana con un dueto disonante. El condado de Barcelona surgió (siglo VIII) bajo el dominio de los francos (Marca Hispánica), perteneció a la corona de Aragón y, luego (cortes de 1064), fue el principado de Cataluña. Siempre trató de ir por libre. Antes, después y ahora. Se habla de cultura, de sentimientos, de tradiciones. No es descabellado plantear si no habrá, en algunos, un gen independentista mutante, pariente del que el viejo zorro jesuítico Javier Arzallus voceó para los vascos en los oscuros años del terror etarra. Con Darwin aprendimos que la presión del ambiente puede provocar mutaciones genéticas. El espacio geográfico llamado Cataluña es un diseño territorial erigido por los griegos, cartagineses, romanos, visigodos, musulmanes, francos, la corona de Aragón, el reino de Castilla (Trastámara), el imperio de los Austria, el reinado de los Borbones, las dos repúblicas españolas (siglo XX), la dictadura franquista y la democracia recuperada para el pueblo tras la muerte de Franco. Hoy, Cataluña es una comunidad autónoma más del Estado español del siglo XXI. Ni más ni menos. Es indudable que dispone de una historia singular; de costumbres centenarias; de bellos paisajes; de gastronomía, folclore, literatura, arte y patrimonio arquitectónico excelentes. Su vocación de autonomía política es más potente que en otras regiones. Cataluña, sin dudas, es más que un club. Pero también es verdad que las demás autonomías pueden alardear cada una de lo suyo. La historia y la riqueza de cualquiera de ellas no envidian a Cataluña, ni a ningún otro sitio. Y la historia particular cohesiona el lícito sentimiento de apego al terruño de millones de personas. Sus ciudadanos no son más importantes, pero tampoco menos, que los catalanes. Cataluña tiene una lengua diferente, como ocurre en el País Vasco (o Euskadi), Galicia y Valencia. Pero no es menos lengua el castellano, dominante en España y en muchos lugares del mundo, y las numerosas variedades que perfilan las peculiaridades lingüísticas y vehicula las ideas y los sentimientos de Andalucía, Asturias, Canarias o Extremadura. Quizá no le vendría mal a determinados personajes políticos y mediáticos (¡ay, esos tertulianos verborreicos!) especialistas en alentar la crispación y el desentendimiento, auténticos pirómanos que prenden el bosque de la convivencia, entender que la grandeza de la entidad histórica llamada España es su enorme variedad y su rico conjunto. Pero, como es bastante probable que la idea de España (que no es una ni grande ni libre) les provoque urticaria mental a los incendiarios, fíjense en Europa. Las diferencias, de todo tipo, entre los países que la conforman es tal que resulta milagroso hablar de un proyecto común. En la variedad reside su grandeza. Su fuerza. A pesar de que el diseño actual dista mucho de la Europa de los ciudadanos pues, hasta ahora, solo priman la política, la economía y el control policial. O, sea, el euro.

Viene esto a cuento porque hay miles de habitantes en Cataluña (naturales e hijos de la inmigración) que exigen separarse de España. Hacer un ‘mesxit’. Es un derecho respetable, como el del barrio de Chueca si quisiera independizarse de Madrid. No pueden ignorar los cerilleros (no lo ignoran) que, hoy, Cataluña pertenece a todos los españoles (es una consecuencia de la historia), no solo a los catalanes (aunque pudiera haber un hipotético gen independentista, no existe un genoma catalán puro, sino un crisol hereditario de pueblos, civilizaciones y culturas). Somos los ciudadanos españoles los legítimos dueños constitucionales del derecho y del deber de decidir sobre cualquier territorio de España. Democráticamente, en las urnas, y no con modos violentos. Así que a votar, pero todos los españoles. ¿No son catalanes, es decir, españoles, más de la mitad de la ciudadanía de allí contrarios al separatismo? Sus derechos también son inviolables. Los políticos gemebundos de Cataluña utilizan la vieja táctica de dar la tabarra, como los niños maleducados y chantajistas que, según el catalán universal Serrat, no dejan de joder con la pelota hasta conseguir lo que demandan. El lloriqueo faltón les ha ido muy bien históricamente, sobre todo, ¡quién lo diría, mi sargento!, con Franco, ese hombre. De ahí la hemorragia emigrante de Andalucía y Extremadura, a favor de Cataluña. Aprietan, una vez más, sin pudor ni barreras, buscando pelea, como cantó Antonio Molina.

Apelamos a la historia de nuevo: en 1827, un grupo de catalanes ultrarrealistas liderados por Agustín Saperas, alias el ‘Caracol’, se rebeló contra Fernando VII (el poder central). Reclamaban, entre otras cosas, ¡la vuelta de la Inquisición! El esperpéntico episodio fue la ‘Guerra dels malcontents o agraviats’, es decir, la guerra (efímera) de los descontentos o agraviados. Guerra a la guerra por la guerra (Alberti). El Borbón absolutista aplastó la sublevación en cinco meses. Para ello, cambió al capitán general de Cataluña por el sanguinario conde de Espanya (¡Madre de Deus: qué bromas gasta el destino!). En 2017 no habrá que recurrir, como entonces, al fusilamiento de los cabecillas y al exilio ceutí forzado de trescientos revoltosos. Se dispone de medios más inteligentes: la Constitución española (votada por los catalanes) y el Tribunal Constitucional. Con el apoyo masivo del pueblo español que está hasta el gorro (o barretina, en versión catalana) de los ‘malcontents’. Nunca estarán satisfechos. Los modernos ultracatalanes parecen añorar, como sus tatarabuelos, a la Santa Inquisición. Deben de creer que ‘els altres catalans’ y los demás somos unos primates simplones que campean por Iberia ajenos a lo que ocurre. Pero, como dice la bella canción serratiana ‘Ara que tinc vint anys’, no tenemos el alma muerta y sentimos hervir la sangre.

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