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La controversia del 'pin parental'

Lo verdaderamente lamentable es que la educaciónse use como arma arrojadiza entre los partidos en lugarde llegar a consensos que superen los enfrentamientos ideológicos en materia trascendental para la sociedaden general, y singularmente, para nuestros hijos

Fernando Luna Fernández

Miércoles, 22 de enero 2020, 23:48

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EN los últimos días la 'propiedad' de los hijos y el llamado 'pin parental' sobre las actividades complementarias de los centros escolares han polarizado las declaraciones políticas a diestra y siniestra con argumentos radicales y de brocha gorda de cara a la galería, en lugar de hilvanar reflexiones ponderadas. En definitiva, nada nuevo bajo el sol en el comienzo de esta nueva legislatura. Que los padres no somos dueños de nuestros hijos resulta una simpleza: es algo tan palmario que sonroja con solo oírlo en boca de un responsable público, toda vez que nuestra legislación y la Convención sobre los Derechos del Niño reconocen los derechos de los menores a la libre determinación de su personalidad, al tiempo que consagran su derecho a la educación.

En este sentido, corresponde al Estado y, por desgracia, a las comunidades autónomas establecer la actividad curricular de los niños (y digo «por desgracia» porque es un disparate que un país tenga 17 modelos educativos diferentes; pero, en fin, nuestra diáspora competencial es harina de otro costal). Mas siendo cierto lo anterior, no lo es menos que el artículo 27.3 CE preceptúa que «los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones».

En la misma línea se pronuncia la legislación internacional: y así, sin ánimo exhaustivo, el artículo 26.3 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU (1948) establece que «los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos»; el artículo 18.4 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de la ONU (1966) dispone que «los Estados Partes en el presente Pacto se comprometen a respetar la libertad de los padres y, en su caso, de los tutores legales, para garantizar que los hijos reciban la educación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones»; y, por último, el artículo 14.3 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (2000) indica que «se respetan, de acuerdo con las leyes nacionales que regulen su ejercicio, la libertad de creación de centros docentes dentro del respeto a los principios democráticos, así como el derecho de los padres a garantizar la educación y la enseñanza de sus hijos conforme a sus convicciones religiosas, filosóficas y pedagógicas».

Así las cosas, nada tiene de extraño que se establezcan medidas en relación con las actividades complementarias abiertamente sesgadas o adoctrinadoras que se pudieran impartir en los colegios sin necesidad de 'marcar el pin': es acatar lo que recoge la legislación patria y supranacional. Sin embargo, más allá de lo obvio, vale entrar en alguna matización, ya que el asunto se me antoja complejo habida cuenta de la ambigüedad de los conceptos que manejamos.

Ciertamente, las competencias educativas en modo alguno autorizan al Estado ni a los centros docentes públicos o concertados a imponer o inculcar, ni siquiera de manera indirecta, materias docentes sobre cuestiones morales que en la sociedad española son controvertidas, como ha recalcado nuestro Tribunal Constitucional. La cuestión clave estriba, pues, en concretar esa 'neutralidad educativa' –que en cualquier caso debe fundarse en el ideario constitucional–, de modo que se concilien adecuadamente la potestad estatal, el derecho a la educación y la libertad de los niños y las convicciones de los padres. Y, desde luego, en caso de discrepancia a quién corresponde elegir.

Resulta irrefutable que la CE no establece sistema un educativo concreto, pero todos los actores en el proceso formativo deben subordinarse al beneficio de los hijos. Desde esta óptica, habrá de tenerse en cuenta la opinión del menor como titular del derecho, pero siempre en consonancia con su madurez y su aptitud cognitiva. A falta de estas cualidades, deben entrar en juego las convicciones paternas mediante las prerrogativas que les confiere la patria potestad (el conjunto de derechos y obligaciones de los padres para con los hijos no emancipados). Y, solo en el caso de que las decisiones de los progenitores sean clara y objetivamente inapropiadas y perjudiciales para los menores, deben intervenir el Estado y, en última instancia, los tribunales.

Con todo, lo verdaderamente lamentable es que la educación se use como arma arrojadiza entre los partidos en lugar de llegar a consensos que superen los enfrentamientos ideológicos en una materia trascendental para la sociedad en general y singularmente para nuestros hijos. Solo desde el infructuoso Pacto de Estado para la Educación –que todos reclaman, pero que ninguna fuerza del hemiciclo parlamentario ha tenido arrestos políticos para materializar– puede garantizarse una educación de calidad para que nuestros niños se formen libres, iguales, críticos y responsables.

En lugar de ello, los padres asistimos estupefactos a una porfía en la que los otros padres, los de la Patria, tratan de partir a los niños en dos mitades ideológicas como si de Salomón se tratara. De seguir con esta dinámica, estoy por proponer que los ciudadanos dispongamos de un 'pin ministerial'.

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