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El realismo de Corea del Norte

Kim Jong-un podría estar preparando el terreno para poner los cimientos de una liberalización creciente y, eventualmente, de una reunificación de la península

ENRIQUE VÁZQUEZ

Domingo, 17 de junio 2018, 23:22

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De creer a sus protagonistas centrales, el presidente norteamericano Donald Trump y el jefe del partido comunista y de la comisión de Defensa de Corea del Norte, Kim Jong-un, la cumbre de ambos en Singapur fue un éxito. Tanto que el comunicado al respecto está permitiendo especular con cierta base sobre la eventual normalización diplomática entre las dos partes y proporciona al discutido y desacreditado Trump un éxito político considerable. Las dos partes utilizan la aproximación como argumento de política interior. Sobra decir que Trump está bajo el fuego de gran parte de la prensa y de la opinión norteamericana, una situación incómoda que no sufre su compañero de aventura, un hombre de solo 35 años y que ni siquiera es formalmente jefe del Estado, cargo que a efectos protocolarios ejerce un nonagenario, Kim Jong-nam.

Representa en cambio, y muy bien, al disciplinado partido comunista, único autorizado y, sobre todo, a la dinastía familiar que desde la guerra terminada con el armisticio de Panmunjon de julio de 1953, reina en la República roja por excelencia. Tal país dispone de un programa atómico de dimensión no bien conocida, servido por pequeñas explosiones nucleares. Lo dicho ahorra comentarios sobre la clase de régimen político-familiar que reina en Pyongyang y que tal vez está acercándose a una práctica más realista y juiciosa que el público –cuya opinión no puede ser expresada por obvias razones– apoyaría sin duda, según la generalizada opinión de los medios del Sur.

Es un misterio por qué las aperturas de la Administración Obama, que existieron y fueron seguidas por un equipo 'ad hoc' no obtuvieron una respuesta constructiva. La única razón disponible es que el complejo aparato del poder en el partido, las tensiones familiares de entonces entre los miembros del clan presidencial, más los dos matrimonios del padre y sus dos líneas potencialmente sucesorias encubrían, tras la oficial y aparente estabilidad, una dura pugna política e institucional.

De hecho, que el inspirado líder Kim Jong-un pueda negociar abiertamente con Washington y hacer un desplazamiento a Singapur sin aparentes temores prueba un control completo del escenario y esa situación puede ayudar a creer que él y su campo controlan eficazmente al aparato partidario y también, si no principalmente, a las fuerzas armadas, segunda institución de poder real del país. De hecho, el encuentro con Trump, el nuevo clima inherente al mismo y el tono grato y constructivo utilizado en Singapur por las dos partes indican una comodidad institucional y un margen de maniobra del joven dirigente nunca visto antes en el entorno del complejo y sombrío régimen norcoreano.

A este respecto debe tenerse en cuenta que, hábilmente, el Norte había preparado el terreno con una aproximación sin precedentes al Sur, incluyendo iniciativas de extraordinario valor político y pedagógico, como el reciente encuentro de Kim Jong-un con el presidente del Sur, Mun Jae-in, en Panmunjon, el escenario de la división nacional por excelencia. Gestos como ése, hábil y sistemáticamente puestos en marcha, como la participación del Norte en una suerte de juegos coreanos o el intercambio de misiones culturales han terminado por establecer un escenario de prenormalización en el que la contribución del Norte es sencillamente decisiva y se la juzga como una parte central, el prólogo de un proceso reunificador en la dividida península.

Si los hechos anotados son, como pueden serlo, gestos inevitables para ir sentando las bases de una eventual reunificación, significaría adicionalmente un éxito para la política exterior de la Administración Trump, quien creó recién llegado a la Casa Blanca un equipo 'ad hoc' para seguir el escenario inter-coreano y ver de hacerlo avanzar hacia la normalización.

Su respuesta ante las últimas pruebas de importancia del programa balístico norcoreano hace ya más de un año fue de manual: una advertencia política explícita, una mención de solidaridad con Japón, el inestimable socio de Washington felizmente excluido de toda carrera atómica, y órdenes de patrulla cercana, y alerta al portaviones 'Carl Vinson'.

El programa atómico norcoreano, por lo demás, tampoco gusta a los rivales convencionales de la Casa Blanca, Rusia y China. Ayer mismo, el Kremlin corrió a difundir una declaración de completo apoyo al proceso en marcha de desnuclearización de la península norcoreana y se ofreció incluso para ayudar en lo que sea preciso. Y lo mismo dice hace tiempo Pekín, el veterano, tradicional y un poco harto socio protector del régimen de Pyongyang.

Estos puntos de vista son de gran interés político y diplomático y, sin duda, son muy bien recibidos –si no deliberadamente solicitados– por el gobierno del Norte, empeñado en algo mucho más difícil: transformar un principio de aproximación a Washington –y, de paso, a Tokio, su ancestral enemigo– en una herramienta de normalización política y social que podría poner los cimientos de una liberalización creciente y, eventualmente, de la reunificación de la península, cuya parte meridional es nada menos que la duodécima economía del mundo. Es, pues, en ese contexto, crudamente interno, local podríamos decir, del escenario norcoreano en el que toma su relevancia el encuentro en Singapur de los dos líderes, ambos un poco excéntricos, provocadores y a veces imprevisibles. Pero, también, una vez no son veces, prácticos, muy prácticos.

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