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Merkel y las democracias iliberales

Rosario morejon Sabio

Sábado, 7 de julio 2018, 00:07

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La última cumbre de la Unión Europea cerraba dejando al descubierto la laxitud de los acuerdos alcanzados sobre inmigración por los Veintiocho. Cada Estado miembro arbitrará sus decisiones finales sobre los flujos migratorios, si bien se ha logrado un consenso básico: Europa seguirá acogiendo refugiados como lo exige el Derecho internacional, pero no será la gran puerta abierta a la inmigración clandestina incontrolada.

La balbuceante satisfacción lograda reposa en el refuerzo de las fronteras exteriores de la Unión, la instalación de centros de acogida en el seno de la UE para los ya presentes y establecimientos exteriores para los candidatos a la expulsión, emplazamientos donde se realizará la selección entre demandantes de asilo y migrantes económicos. En el inmediato se preserva la unidad de la UE a costa de quebrantar el principio de igualdad de responsabilidades de cada Estado miembro: los países de Europa Central respiran tranquilos al deshacerse de las cuotas de reparto. ¿Queda resuelta la crisis en las cancillerías europeas con este compromiso?

La permisividad del compromiso no apaciguaba al ministro del Interior alemán Horst Seehofer, jefe de la conservadora Unión Social Cristiana (CSU), en abierto conflicto con la canciller Merkel sobre la inmigración. Dispuesto a dimitir sin temor a romper la gran coalición SPD, CDU y CSU, ha impuesto celeridad a las expulsiones. La generosidad germana ha terminado. Lunes 2 de julio, el socio bávaro exige su modalidad del acuerdo de Bruselas: los peticionarios de asilo que lleguen a Alemania, pero que hayan sido registrados en otro país de la UE, serán devueltos a este punto o en su defecto a Austria (un aspecto que fue corregido ayer) por donde habrían llegado. Las zonas de tránsito cerca de la frontera austríaca retendrán a los demandantes hasta examinar sus expedientes. «Todo un vuelco en nuestra política de asilo», se felicitan en la CSU.

Para Merkel, todos los frentes abiertos. ¿Cómo explicar al Partido Social Demócrata, a los Verdes y al partido Die Linke presente en el SPD la creación de campamentos de masas para deportar a las criaturas confinadas? Los socios de izquierda reniegan de cuanto suene a campos cerrados y Austria tomará medidas para proteger sus fronteras. Las concesiones a la derecha bávara no terminan de amenazar el Gobierno alemán y, lo que es peor, los principios de la UE.

Seehofer tiene los ojos puestos en las elecciones regionales del 14 de octubre y en el ascenso de la formación ultraderechista Alternativa para Alemania (AfD). Su proyecto político excede las migraciones. En enero, el jefe de filas de los diputados CSU en el Bunsdestag defendía el advenimiento de una «revolución conservadora»; el Gobierno bávaro ha impuesto crucifijos visibles en todos los edificios públicos del Land. Y Horst Seehofer, presidente de la CSU, en marzo ya afirmaba como ministro federal que «el islam no forma parte de Alemania».

Las cosas están hoy muy claras. Una parte de la derecha alemana mira más hacia Viena, Budapest o Roma que hacia París o Bruselas.

Sus aliados se llaman Viktor Orban, el primer ministro húngaro, y Sebastian Kurz, su homólogo austríaco al frente de coalición de extrema derecha. Su ideal es el de una Europa blanca, cristiana y encerrada sobre ella misma. El modelo hacia el que esta «Europa europea» mira es el de esos regímenes de nuevo cuño: «las democracias iliberales». Chinos y rusos vienen desarrollando una batalla ideológica para defender la autocracia política. Se trata de un combate manejado con determinación en los entornos de la ONU centrado en la crítica regular de la democracia occidental. El objetivo es asegurar la legitimidad del modo de gobierno autoritario. La ambición es promover diversas interpretaciones de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El mensaje es doble: nuestra «interpretación» vale más que la vuestra, vuestros valores no tienen el monopolio de la universalidad. La democracia liberal no sería más que hipocresía practicada por países decadentes cuyo pasado no admite dar lecciones a los demás.

El principio de la democracia iliberal –expresión del periodista americano Fareed Zakaria– es simple: el partido que gana las elecciones se convierte en propietario del Estado. Alta administración, justicia, Corte Constitucional, policía, audiovisuales públicos, todo cae en las manos del ganador del escrutinio.

«La deriva autoritaria la emprende con la separación de poderes, la independencia de los medios y la neutralidad política de la administración pública», explica el articulista Rupnik (Commentaire, nº 160, 2017).

Cuerpos intermedios intimidados, juego de equilibrio de poderes y de contrapoderes desmontados, magistrados bajo control: el ADN del Estado de derecho liberal es atacado por el reino del Fidesz de Orban en Budapest y por el PiS de Kaczynski en Varsovia. En estos países «se está más cerca de la Rusia de Putin o de la Turquía de Erdogán que de la UE», insiste Jacques Rupnik.

Para justificar esta regresión de la democracia liberal se argumentan las mismas razones de un lado y otro del Atlántico: inmigración, sentimiento de imposición de un multiculturalismo no deseado en detrimento de las culturas nacionales, individualismo radical, disolución del interés colectivo, desigualdades crecientes, caos tecnológico. Excusas manejadas introduciendo el miedo al futuro asociado a las hordas de inmigrantes que van a cambiar la naturaleza de Europa o de EE UU.

La UE está tocada por una ola de «insurrecciones electorales» que obligan a Merkel a renunciar a la Europa de los derechos humanos. Son las democracias iliberales quienes amenazan con desmantelar la Unión. Estamos ante un escenario inédito a manejar con unidad entre europeos.

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