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Europa ¿a la quiebra?

enrique vázquez

Miércoles, 19 de septiembre 2018, 00:17

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La vieja enfermedad política descrita como nacionalismo reaparece entre nosotros con buena salud y está asestando un duro golpe al proyecto europeo de convivencia continental democrática, pacífica y de tonalidad liberal. En este marco el Parlamento Europeo decidió el miércoles de la semana pasada abrir un procedimiento sancionador a Hungría por su política de inmigración con el resultado de 448 votos favorables, 197 en contra y 48 abstenciones, la mitad de las cuales fueron de representantes del Partido Popular europeo.

Teóricamente la victoria, numéricamente amplia, debería mover al optimismo y en otros contextos, por ejemplo, la aprobación de un presupuesto excepcionalmente difícil o la abolición de la pena de muerte sería juzgada razonablemente como un éxito, pero valdría poco para adoptar una Constitución. En el caso presente la histórica votación, precedida de un debate de una intensidad y una tensión con pocos precedentes en el Parlamento Europeo, se convierte en un termómetro insoslayable a la hora de describir, valorar y asumir el fenómeno de la intensa inmigración crecientemente indeseada que registra hoy el conjunto europeo.

Ignorarlo sería suicida, porque objetivamente visto es de pura lógica si se tiene en cuenta el auge de la derecha identitaria y un punto xenófoba que se advierte ya muy claramente en el escenario político, social y electoral europeo y que tal evolución de ninguna manera se habría producido sin el fenómeno de la inmigración masiva. Una inmigración, no se olvide, irregular casi en su totalidad, indetenible de hecho y que no sólo afecta al sur mediterráneo de la Unión Europea por razones geográficas obvias, la vía clásica del mare nostrum por la que llegan sin tregua los inmigrantes.

La vía turca fue un gran coladero en su día, pero, juiciosamente, la UE alcanzó un acuerdo con Ankara que, contra la módica suma de tres mil millones de dólares, aceptó ocuparse de acotar, racionalizar y gestionar el problema. Y sigue haciéndolo con la proverbial eficacia de un Gobierno de un país (miembro de la OTAN, por cierto) que afronta simultáneamente varias crisis pero parece capaz de gestionarlas todas sin perder la cabeza. Turquía, sin embargo, no hará nada nuevo sobre el particular y, además, la situación en su entorno regional, con la guerra en Siria entrando en su fase final junto a su territorio, fija allí lo esencial de su atención diplomática, política y estratégica.

Es pues, el norte de Africa el vasto lugar de concentración de los candidatos a emigrar a cualquier precio y, por razones puramente prácticas –la distancia más corta y la experiencia de años– el litoral libio es la fuente central de inmigrantes, ahora girando claramente hacia el oeste ibérico, un hecho explicado por la ausencia en Libia de un gobierno digno de ese nombre. De hecho, hay dos y varios clanes que gobiernan áreas del país y cuyos responsables son receptores de muy buenos ingresos procedentes de las bien organizadas bandas de los traficantes, que llegan a la costa desde el profundo Sahara y dejan a sus clientes en áreas próximas a las costas de Italia. O, mejor dicho, dejaban desde el fuerte endurecimiento de la política de inmigración del Gobierno salido de la elección legislativa de marzo pasado, ganada por los ultras y que convirtió al jefe de la Liga, Matteo Salvini, nominalmente viceprimer ministro y, como él quería, ministro del Interior del Gobierno de coalición y, de hecho, primer ministro a los efectos de la cuestión que nos ocupa.

Salvini ha procedido a desdramatizar a su modo el problema con un argumento sencillo y no exento de verdad: Italia no debe asumir lo esencial de la carga sólo por razones geográficas. Desde que la Marina italiana recibió órdenes de este Gobierno, el flujo de inmigrantes ha bajado drásticamente, hasta casi desaparecer, un hecho que ha aportado al debate europeo en curso un argumento fácil: es posible evitar la llegada de extranjeros no deseados, un dato que ya ha calado a fondo en la opinión pública de muchos Estados de la UE, incluso de aquéllos cuyos gobiernos parecen ser todavía defensores de fórmulas intermedias más o menos decorosas bajo criterios de decencia moral y solidaridad.

Esta aproximación al grave problema está a la baja casi en toda la UE y el desparpajo de la derecha nacionalista (y parte del centro benévolo y formalmente más discreto) gana terreno. La cuestión de los inmigrantes –extranjeros pobres de quienes hay que ocuparse– se convierte a toda velocidad en el tema central de las sociedades receptoras y hay pocas dudas de que en las elecciones europeas de 2019 jugará un papel clave.

De hecho, los partidos antiinmigración no dejan de progresar en la UE. En la reciente elección legislativa en Suecia, un viejo paraíso para inmigrantes ahora en vía de extinción, el partido Demócratas Suecos alcanzó ya un 18%. En Alemania ya tiene 92 escaños en el Bundestag la muy ultra y en alza Alternativa para Alemania y en Austria el Partido Popular Austríaco es directamente xenófobo y el mayor del país. En Polonia gobierna con mano dura Ley y Justicia, de los ultracatólicos y muy nacionalistas hermanos Kaczynski, por no hablar de la Hungría de Viktor Orban. En Italia la Liga Norte, con 124 escaños, da el tono de modo ya desinhibido y no le va nada mal con su mensaje categórico de la necesidad de acabar con la llegada de desconocidos y pobres.

Parafraseando el célebre prefacio de Marx y Engels en la introducción al Manifiesto comunista de 1848 se puede decir que también hoy un fantasma recorre Europa, aunque sea muy distinto. La coalición nazismo-fascismo, que pareció imbatible por un momento, perdió la guerra 1939-45, pero sus defensores, o meramente sus epígonos, resucitan lentamente. Desafortunadamente, ya no es una exageración alarmista pensar hoy que el sueño de la extendida y asentada democracia liberal está en grave peligro en el viejo continente.

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