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Tucídides y el coronavirus

La peste que comenzó en Etiopía en el siglo V a. C. llegó a Atenas y pilló a sus ciudadanos desprevenidos ante una enfermedad entonces desconocida. Como ahora, los médicos fue entonces el colectivo más afectado

J. Carlos Iglesias-Zoido

Miércoles, 25 de marzo 2020, 22:46

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Los textos clásicos son un privilegiado mirador que permite contemplar desde otra perspectiva la dura realidad que nos rodea y que nos aflige a partes iguales en estos largos días de confinamiento. Su lectura nos aporta claves que permiten comprender mejor las implicaciones y las consecuencias de estos hechos que nos están tocando vivir que, aunque nos parezcan novedosos por la inmediatez del momento, no dejan de ser una reedición de experiencias que el género humano ha tenido desde hace milenios en momentos puntuales de crisis y de enfermedad. Es justamente en circunstancias como estas en las que esa experiencia previa, a pesar de los siglos transcurridos, nos puede ser útil hoy en día. Una de esas lecturas de validez universal es la obra de Tucídides, un historiador que vivió en la Atenas del final siglo V a. de C. y que dejó para la posteridad un detallado relato de la Guerra del Peloponeso. Uno de los pasajes más influyentes de esta obra son unos pocos capítulos del libro II, 48-54, aquellos que conciernen a la descripción de la peste que asoló la ciudad de Atenas en la primavera del año 430 a. de C.

La lectura de estos capítulos, en los que el autor ático nos describe con precisión los síntomas y las consecuencias de una terrible enfermedad infecciosa que martirizó a la población de una Atenas, ya de por sí desbordada a causa de la llegada de campesinos que huían de los efectos de la guerra que asolaba sus campos, nos permite compartir una lejana experiencia, contextualizar los hechos descritos y sacar un provecho de su lectura. Sobre todo porque este escritor, que padeció personalmente la enfermedad y que tuvo la fortuna de sobrevivir a sus efectos, tenía la pragmática intención de que su detallada descripción fuera útil «en el caso de que un día sobreviniera de nuevo», ya que así «se estaría en las mejores condiciones para no errar en el diagnóstico» (2.48.3). En este sentido, creo que la lectura de Tucídides nos resulta útil en tres cuestiones claves:

En primer lugar, en la comprensión del proceso de contagio, tal y como es descrito en las primeras líneas de su relato, y en la manera de afrontarlo. Un texto que presenta evidentes similitudes con lo que sucede hoy en día y que claramente justifica la política de aislamiento impuesta por nuestras autoridades. De hecho, la enfermedad descrita por Tucídides, aunque comenzó en Etiopía, afectó progresivamente a las regiones de Egipto y Libia para saltar desde allí a Atenas. De tal modo que una epidemia que parecía cosa de tierras lejanas acabó entrando en Atenas por medio de su puerto, el Pireo, lugar desde el que, como consecuencia de su carácter infeccioso y del hacinamiento en el que vivía la población, se acabó transmitiendo al resto de la capital del Ática con una rapidez que desconcertó a sus habitantes. Las similitudes en el proceso de contagio y las diferencias con respecto a su afrontamiento creo que no necesitan de más comentario.

En segundo lugar, en la descripción detallada, casi de carácter científico, de los síntomas de una enfermedad desconocida hasta ese momento. Cuestión que preocupó sobremanera a Tucídides pues, como él mismo nos señala, «nada podían hacer los médicos por su desconocimiento de la enfermedad que trataban por primera vez», siendo además ellos los más afectados «por cuanto que eran los que más se acercaban a los enfermos». Unos síntomas que aquí no viene al caso detallar y que aportan un complejo cuadro clínico que, a pesar de su minuciosidad, sigue siendo hoy en día una incógnita para la profesión médica. De hecho, siguen publicándose en las más prestigiosas revistas trabajos científicos que intentan poner un nombre a esa enfermedad infecciosa que, si algún día volviera a producirse, sería perfectamente identificable y podría afrontarse con mayor rapidez. Un dato que pone de manifiesto la importancia de la investigación científica, en cuyas manos estamos hoy en día a la espera de una vacuna eficaz contra el virus.

En tercer lugar, y no menos importante desde mi punto de vista, la descripción de los efectos de esa epidemia sobre el cuerpo social de la ciudadanía. Esta es quizás la parte de este texto que más lecciones puede aportar al lector actual. Tucídides termina su descripción dejando claro que «la epidemia acarreó a la ciudad una mayor inmoralidad». Esa desesperación llevó a los atenienses a una situación en la que «ningún temor de los dioses ni ley humana los detenía» (2.53). Esa amoralidad que se acabó extendiendo entre la población llevó a trastocar todas las costumbres y a convertir el egoísmo en la guía esencial del comportamiento de cada conciudadano, que solo era capaz de pensar en sí mismo y que acabó viendo en el vecino de al lado más a una posible amenaza que a alguien que compartía una desgracia de la que no tenía ninguna culpa. Sin duda, esta es la mejor lección que puede obtenerse del texto de Tucídides: la necesidad imperiosa de que la pandemia no nos haga olvidar los principios básicos de humanidad y solidaridad que han de guiar nuestro comportamiento como ciudadanos y como sociedad.

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