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Antes veía a los orientales por los parques embozados en mascarillas y me parecían lunáticos. Ahora distingo entre una quirúrgica y una FFP2 a cien metros de distancia. Desesperado, he movido hilos para conseguir alguna en el mercado negro. ¡Imposible! Si Badajoz o Cáceres hubieran sido Nápoles en otra época, pensé, se hubieran escapado tiros para controlar esta mercancía.

Noto que no tengo contactos de altura cuando en una cola veo a alguien con una mascarilla cuya válvula parece el cierre de una bota de esquí. Le queda perfecta, parece tope de gama y, por descontado, es desinfectable. Vamos, una FFP3 en toda regla, juraría que rectificada con tiras de silicona, ¡uau! Espanta gotícolas aerotransportadas solo con su presencia y despierta la misma envidia que un Golf GTI en los noventa o unos Levi's etiqueta verde en los ochenta.

Al principio iba al supermercado como un paria, a cara descubierta, después conseguí una de las que son efectivas un día y es con la que salgo hace un mes. Ahora al menos estoy en la lista de espera de mi farmacia.

Cuando en España no se sabía si el virus era en serio o de broma la mascarilla estaba mal vista, alarmaba. Ahora los corresponsales en televisión las agitan con su mano libre mientras explican nerviosos cómo está el abastecimiento en cada lugar.

Dicen que esta semana en Extremadura las habrá para todos y a precio de mascarillas, no de percebes. Y que debemos usarlas los próximos meses. Menudo cuadro, me digo. A un ministro le saltó la suya de las orejas cuando explicaba el funcionamiento a los niños, así que será consciente de las limitaciones de esta medida de contención. No basta con colocarla en la cara, hay más cosas a tener en cuenta para que sirvan de algo, como lavarse antes, ponerla así, ir a nuestros recados, lavarse después y quitarla asá. Parece fácil. Repito, parece.

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