«Un solo chute de heroína me llevó al infierno, pero he conseguido escapar»
Después de tres décadas de adicciones, caídas y recaídas, «ahora puedo ayudar a otros a salir del absoluto tormento que es el mundo de la droga»
Ana B. Hernández
Domingo, 17 de diciembre 2023, 07:50
Miguel Ángel Aparicio García celebrará el tercer cumpleaños de su nueva vida en plena Navidad, el próximo 26 de diciembre. «El día en el que ... por fin me saltó el interruptor del que tanto me habían hablado; ese día, después de un largo trago de coñac, paré».
Logró eso que muchas veces intentó y que tantísimas otras pensó que nunca sería capaz de conseguir. «Llegó un momento en el que me sentí tan mierda, que no veía otro horizonte más que seguir en la calle y continuar buscándome la vida cada día para meterme en vena lo que fuera».
Pero Miguel cumplirá el 26 de diciembre tres años sin pincharse heroína, sin meterse una raya de coca, sin probar una gota de alcohol. «Ahora, simplemente, mi vida es perfecta», dice quien asegura que ha conocido el infierno y puede garantizar que «no tiene fondo, siempre se puede caer más abajo».
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Su particular descenso comenzó cuando tenía una vida cómoda en su ciudad natal, en Salamanca, «donde disfruté de una infancia feliz con mis padres y con mi hermana, en una familia absolutamente normal». Estudió hasta los 17, no finalizó el ciclo formativo que cursaba entonces, «es la penita con la que murió mi padre», porque decidió hacer la mili de manera voluntaria. Pensó que después quizás volvería al estudio, pero eso ya no ocurrió.
«Comencé a trabajar de camarero en un bar y me iba estupendamente. Me independicé, me fui a vivir con mi pareja, me compré un piso». Pero entonces, «llegó el vendaval de la heroína y me arrasó». Fumaba porros desde la adolescencia, «me había metido alguna raya y de todo en realidad, porque me gustaba probar, pero siempre de manera puntual». Así que lo pensó poco cuando se le presentó la ocasión de pincharse heroína y probar de nuevo.
«No sabía entonces, claro, que ese primer chute me llevaría al infierno». Pero ocurrió. «Dicen que la heroína es la anestesia del alma y es así». Esa sensación casi indescriptible que explica que sintió con ese primer chute, «esa paz que me inundó, que aplacó el desasosiego que tenía dentro y que nunca me ha abandonado del todo», le llevó a querer repetirla. Y con esa búsqueda llegaron otros muchos pinchazos, «aunque esa primera sensación jamás la he vuelto a tener». Y al principio su sueldo era suficiente para conseguir la heroína. Después ya no.
«Porque yo me pinchaba cuando llegaba por las noches a casa; era, diríamos, como mi momento de paz y serenidad diario». Pero el equilibrio que le daba la heroína, «que me permitía estar perfecto cada día y hacer todo lo que me propusiera», era solo una ilusión. «Siempre lo es». La droga se convirtió en necesidad «y ya no era bastante con pincharme por las noches, ya necesitaba la heroína para levantarme por las mañanas. Después en cada momento del día que pudiera y terminé metiéndome todo lo que ganaba por la vena».
Perdió a su pareja, el trabajo y el piso y volvió a vivir con su madre. «Pero mantuve la adicción, claro, por aquel entonces ya no podía parar». Primero se gastó los ahorros, después lo que le prestaban los amigos y más tarde lo que sacaba por la venta de lo que robaba en los supermercados. «La situación era tan insostenible en Salamanca que llamé a un amigo que tenía en Barcelona y me fui para allá».
Romper con la adicción
Los robos pasaron a ser atracos «y yo entré de lleno en el infierno». Su única obsesión cada día era conseguir la dosis. «Me llegué incluso a prostituir en las Ramblas, porque por un pico haces lo que sea».
Uno de los atracos salió mal. «Nos persiguió la poli, así que abandonamos el coche robado y cada uno escapó como pudo». En su caso, cogió un tren que le llevó a Madrid, «a dormir encima de un cartón en el túnel de Cibeles y ser el chulo de una prostituta para seguir pinchándome».
Un día en un poblado de la capital, mientras compraba la dosis, vio una cara conocida. «Era de Salamanca, trabajaba en Reto y me animó a cambiar de vida». Miguel aceptó. «La droga no conseguía ya anestesiarme el alma».
En Santander inició un periplo por comunidades terapéuticas y unidades de desintoxicación que incluyó una prolongada estancia en Mérida y finalizó en Plasencia el 26 de diciembre de 2020, a sus 52 años, tres décadas después del primer chute. «Dicen que yonki mal curado, alcohólico asegurado, y yo soy un ejemplo. Yo dejé la heroína por la metadona, pero no la adicción y cuando no rompes con ella acabas en el alcohol, la droga más accesible y barata».
Miguel pedía tónica en los bares y se bebía 10 cartones de vino después en casa. «Así que mi tormento siguió con el alcohol y acabé de nuevo en la calle». Se desenganchó más de una vez, «pero volvía a caer y cada vez un poco más abajo». Hasta que ese 26 de diciembre, en el centro de acogida temporal de Cáritas en Plasencia, «la organización que siempre mantiene su puerta abierta, donde acudimos los desahuciados, comprendí lo que me habían explicado del interruptor durante uno de mis ingresos».
Había superado el mono físico, «duro en el caso de la heroína, insoportable en el del alcohol, y llevaba un tiempo ya limpio». Le pasaron una botella de coñac y dio un trago. «Se activó el interruptor, comencé a escalar la valla del centro para conseguir más bebida, pero me paré. Comprendí entonces que, si quería dejar el infierno, jamás podría volver a probar el alcohol».
Se formó en Cáritas durante los tres años siguientes. Hoy es el encargado de la empresa de reciclaje de la organización y acaba de comenzar también como monitor en el centro de acogida en el que él se salvó. «Quiero decirles a los que hoy llegan: 'como os veis me he visto y como me veis os podéis ver'». Por eso también hace público su testimonio. «Un chute de heroína me llevó al infierno, pero he logrado escapar de él, porque es posible. Aunque mil veces sientas que no serás capaz, porque no hay nada más devastador que poner todo tu empeño en algo y no conseguirlo, no hay que rendirse».
Reconoce que durante muchos años no ha sido capaz de contar su historia. «Mi paso por las comunidades terapéuticas ha sido crucial. Me han ayudado a entender que he hecho cosas miserables, me arrepiento sobre todo de haber robado a mi madre, pero no soy un miserable». Por eso Miguel tiene claro que es fundamental que la red de servicios con los que cuenta la región en la lucha contra las adicciones se mantenga y refuerce. «Pero es necesario que te acompañen, como Cáritas, hasta la reinserción laboral, porque sin ella no es posible la social, no es posible dejar la droga».
Miguel Ángel Aparicio García tiene claro a sus 55 años hoy que podría vivir con una paga social. «Soy austero, necesito poco«, asegura. Pero no quiere. Está convencido de que sin un empleo su vida ahora no sería perfecta. «Tener un trabajo es mucho más que tener un sueldo, no son cosas equiparables aunque caigamos en el error una y otra vez; tener un empleo es higiene mental, es tener una rutina como mejor aliada». En una nueva vida en la que le sigue acompañando su eterno desasosiego. «Pero en la que ahora puedo con él, sin drogas».
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