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AGAPITO GÓMEZ VILLA

Domingo, 18 de agosto 2019, 10:08

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Me sucedió hace un par de días a la hora de la comida. De repente, sin saber a cuento de qué, comencé a sentirme indispuesto: sensación de desasosiego, acompañada de taquicardia moderada (me tomé el pulso al instante), leve taquipnea (respiración rápida), ligera sudoración, y un discreto temblor de manos, que se hacía más ostensible cada vez que intentaba llevarme la cuchara a la boca. Aunque era la primera vez que me pasaba, en lo primero que pensé fue en el azúcar. Uno padece una dulce diabetes (la del adulto, la menos mala), a la que cuido como oro en paño, más que nada porque es herencia exclusiva, exclusiva herencia, de mi madre. Así que, sobre la marcha, me hice un control de glucosa, cuyo resultado estuvo dentro de la más absoluta normalidad, lo cual no me tranquilizó, sino todo lo contrario: me obligó a buscar otras etiologías menos comunes. Ayúdame a colocarme el esfigmomanómetro (palabra origen griego, mucho más bonita que tensiómetro, dónde va a parar), le dije a mi mujer, que ya había empezado a preocuparse: «¡Estás un poco pálido!». Mejor imposible: 120/80, o sea, como un soldado raso (los mandos la suelen tener más alta, por la cosa de la responsabilidad). De inmediato, puse en marcha la máquina mental en busca de otros posibles diagnósticos; pero nada, ninguno cuadraba con lo mío. Pasados unos minutos, comoquiera que la situación no mejoraba: «Vámonos a urgencias», le dije a mi santa, que se puso descompuesta. No bien habíamos salido de casa, comencé a encontrarme mejor, mucho mejor, o sea, bien. Con lo cual, decidimos volver sobre nuestros pasos y sobre los abandonados alimentos. Mas hete aquí que, apenas sentado a la mesa y encendido de nuevo el televisor, volvieron los síntomas, más intensos que la primera vez, si se quiere. Otra vez camino de urgencias y otra vez de vuelta a casa, pues que, en cuanto nos hubimos subido al coche, volvieron a remitir los síntomas. «Enciende la televisión, que veamos el tiempo». Y al tiempo que se iluminaba el aparato, se me iluminó el cerebro: «¡Ya lo tengo!», exclamé cual Arquímedes del Casar (el otro es el de Siracusa).

En efecto, durante los cuarenta y ocho días que nuestras nietas (once y nueve años) acababan de pasar con nosotros, no hubo manera de ver otra cadena que no fueran Disney Channel o Clan. Imagínense: más de mes y medio sin el asesinato cotidiano de una mujer a manos del loco de guardia, y sin la violación de turno, individual o grupal, lo que se ha dado en llamar en manada; casi 50 días sin presenciar las llamaradas forestales que no cesan; otro tanto sin ver al anónimo superdotado dándonos sabios consejos sobre cómo combatir las calores, y para rematar, una eternidad sin ver a los genios del deporte (nos llevan de cabeza a Atapuerca, ya lo verán) contándonos las geniales hazañas veraniegas de los genios del balón, mayormente. Demasiado para cualquier persona medianamente sensible. Amable lector: en más de una ocasión, habrá oído usted hablar de la llamada depresión postvacacional, proceso inducido por la vuelta al trabajo. Pues bien, de ese tenor es el cuadro que acabo de describir y que bien podría ser denominado «síndrome de hiperreactividad inducido por la vuelta a los telediarios» (SHIVT).

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