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Recuerdos

Recuerdos

Raíces ·

Juan Francisco Caro

Viernes, 29 de marzo 2019, 09:36

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Nadie puede acordarse de todo lo que ha vivido. Hay vivencias que se olvidan para siempre y otras permanecen en el recuerdo sin saber el motivo de esta selección. Quedan islas, imágenes aisladas de las que la memoria guarda el negativo y en determinados momentos la luz de la evocación revela.

Permanece un ramillete, un florilegio emotivo de estampas, conductas y costumbres en cada uno de nosotros con su bagaje, según la vida le haya ido. El motivo por el que perduran estos en la memoria y otros fueron olvidados no dependió ni de la voluntad de quien los narra ni de su interés por conservarlos. Algunos de ellos, que cuento a continuación, fueron captados por los sentidos de un crío que, como todos, se asombra ante las primeras impresiones que les producen ciertos hechos y situaciones.

Nos sorprendemos al comprobar que aquella persona que parecía vieja cuando éramos niños tenía la misma edad que tenemos nosotros ahora, si no la hemos sobrepasado con creces. De los 60 de entonces a los nuestros de hoy existe un abismo en la apreciación. Nos vemos y sentimos relativamente jóvenes aún. Desde abajo la montaña parece inmensa y desde la cima todo resulta pequeño.

De los 60 años de entonces a los nuestros de hoy existe un abismo en la apreciación. Nos vemos y sentimos jóvenes aún

Me llamaban la atención los palmotazos en las espaldas respectivas, con las que se saludaban los hombres que se veían después de mucho tiempo, con las manos abiertas de par en par. Tanto, que la primera vez que lo vi pensé que se estaban peleando o que se estaban sacudiendo el polvo de las chaquetas.

Otra imagen que me sorprendió fue la de un hombre que hablaba por uno de aquellos teléfonos de cordón negro y grueso, colgados en la pared en el descanso de la escalera de un bar. Deduje que la audición del que estaba al otro lado dependía de las voces que le daba y que, a más distancia, más había que elevar el volumen. Además, para que la comunicación resultara más completa, la acompañaba con gestos exagerados de la mano libre.

Algunas costumbres me emocionaban. Descubrirse suponía desnudar en público la parte más noble del cuerpo. Aquellas cabezas preservadas del sol por mascotas, sombreros, bilbaínas o gorras viseras mostraban su blanca dignidad en señal de respeto cuando se entraba en un sitio público o al paso de un cortejo. Me imponía esta acción en los entierros y cuando pasaba el cura con el paño humeral sobre los hombros cobijando las formas sagradas, el sacristán con la crismera de los óleos, tocando la campanilla y el monaguillo abriendo paso con la cruz para llevar el viático a los enfermos. El cortejo ganaba en solemnidad si el enfermo era miembro de la Hermandad del Santísimo. En ese caso acompañaban los demás hermanos en dos filas de escolta con velas encendidas. Estas escenas las recreé años después leyendo la novela de la Regenta, cuando el Magistral, don Fermín de Pas, llevaba el viático al ateo converso don Pompeyo Guimarán.

Me entristecía si este hecho de descubrirse lo realizaba una persona que, fuera de su medio natural de besanas, dehesas, majadas y cortijos, se encontraba desorientada y, teniendo que acudir a solventar trámites burocráticos a cualquier oficina, era tratada desconsideradamente por algún funcionario de bigotillo recortado.

Son islotes que la marea del olvido deja al descubierto. Todavía.

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