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El pueblo soy yo

El pueblo soy yo

Tribunas ·

Hay dos millones de catalanes que van vagando como almas en pena entre los campos de lazos amarillos buscando un lugar apacible donde descansar y donde se oiga otra música de fondo. A todos ellos es urgente ofrecerles también un atractivo vestuario

eugenio fuentes

Domingo, 31 de marzo 2019, 09:08

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El relato que está construyendo el independentismo catalán es un cómic donde tienen tanta importancia las palabras como las imágenes: a cada una de sus homilías, a cada proclama, a cada frase, a cada diálogo, sus ideólogos les han dibujado una viñeta.

Quizá Torra no sea muy original ni creativo, pero ha aprendido bien la lección de los cerebros del 'procés' y desde el primer momento se ha volcado en la importancia de la imagen y de los símbolos para envolver la aspereza supremacista de su discurso con el celofán de la democracia.

Del mismo modo que hace un siglo la burguesía catalana de los inicios del nacionalismo acompañó el integrismo de sus ideas con la apariencia estética del modernismo cultural y arquitectónico, ahora Torra continúa la misma estrategia. En su apuesta por entonar el 'Adéu Espanya!', sabe que necesita la estética para mantener con vida la locura que han emprendido influyendo y manipulando a las buenas gentes catalanas, rompiendo el diálogo en las calles, generando conflictos y dificultando que nos escuchemos con calma unos a otros y nos miremos a la cara.

De ahí, pues, su empeño por mantener en los balcones los lazos amarillos, su resistencia a cumplir las leyes y su necesidad de sustituirlos por otros símbolos cuando los prohibió la Junta Electoral.

Siempre atento a descubrir la verdad profunda de los movimientos políticos, Walter Benjamin escribió que el fascismo era la «estetización de la política». Con espanto, el filósofo alemán vio cómo Mussolini cuidaba todos los detalles de su puesta en escena y cómo el nazismo componía sus impresionantes desfiles con un despliegue muy elaborado de color, música, banderas, pebeteros con llamas. De ellos quiso aprender Franco, aunque fue un mediocre discípulo y solo le salió una estética grisácea y deprimente.

También el independentismo ha empavonado sus discursos con un barniz brillante y lo ha exhibido en todos los espacios públicos bajo el lema «las calles siempre serán nuestras», que tanto recuerda a la frase franquista de Fraga: «La calle es mía». Y han ganado esa batalla con su imaginería, con sus esteladas y sus lazos amarillos frente a una oposición que solo ha sabido oponer la imagen de Piolín. Cerrada la vía de la razón y de los argumentos, es en los símbolos, en la enseñanza rigurosa de la historia, en la educación, donde está la clave para desterrar las falacias y medias verdades.

Envueltos en sus llamativos ropajes amarillos, un día y otro sigue sorprendiendo la forma en que se manosean palabras como libertad y democracia, sometidas a un taimado desplazamiento semántico que desvirtúa su significado. Un día y otro siguen haciendo una lectura autista de la sociedad catalana que aspira a la aniquilación cultural de los no nacionalistas, al supremacismo de una tipología que podría llamarse la del 'catalán viejo', actualización al siglo XXI de aquel 'cristiano viejo' de siglos pasados que utilizaba la Inquisición y los órganos de poder para extender la intolerancia e imponer su superioridad sobre judíos, árabes o cualquier heterodoxia.

Y bajo su despliegue mediático se juntan intelectuales, asociaciones vecinales y folclóricas, grupos de consumo, organizaciones rurales ultramontanas, carlistas y trabucaires, movimientos educativos… Y cada uno de ellos aporta lo que puede: carteles en los colegios, cruces en las playas, pancartas en las manifestaciones o acoso en la vida privada, aunque siempre enarbolando un pacifismo que, paradójicamente, como en una broma macabra, elige como modelo a la siniestra Yugoslavia.

Por mucho que se disimule, en el cogollo del actual nacionalismo catalán, en el núcleo de su campo magnético se oculta un supremacismo xenófobo que hasta ahora se detectaba en detalles esporádicos, como la declaración de Luis Enrique de que los catalanes están más adelantados que el resto de España, pero que cada día se va desvelando sin máscaras, como en el último delirio de monarca absolutista de Torra proclamando «El pueblo soy yo». El aumento de la tensión ha relajado la cautela, ha roto las costuras y ya han eclosionado los huevos de la serpiente incubados desde que el independentismo cambió de montura, se subió al caballo enloquecido de Puigdemont y, bajo la horma de un único sombrero para un pensamiento único, tejió una barretina excluyente en la que no cabe la mitad de los catalanes, cuyas cabezas no tienen una única forma, un único contorno, un único tamaño. Y así, claro, a la mitad de la población le provocan unos enormes dolores de cabeza.

Dos millones de catalanes son independentistas, y entre ellos hay gentes admirables por su honradez y su inteligencia. Pero hay otros dos millones de catalanes que van vagando como almas en pena entre los campos de lazos amarillos buscando un lugar apacible donde descansar y donde se oiga otra música de fondo. A todos ellos es urgente ofrecerles también un atractivo vestuario.

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