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Pequeñeces

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El tambor ·

Me sentí orgulloso de colaborar en un medio que aún conserva la ética como última ratio para actuar

alfredo liñÁn corrochano

Domingo, 19 de mayo 2019, 09:45

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Hombre –o quizá «hombra» en términos de majadería podemita– de tierra adentro, hacerle cara al mar se convierte en ocasiones en necesidad acuciante. Cara al mar toda bizarría se hace pequeña y toda gallardía empeño inútil. Perder la mirada en la misteriosa inmensidad del agua –o en la infinitud sobrecogedora de un cielo estrellado– hace que toda urgencia se transforme en quimera y todas las cosas se ahormen en su justa medida, una pequeña brizna de nada. Y en estos momentos en los que nuestra pequeña aldea, perdida entre la baticola de Europa y los belfos de África, se cree importante girando sobre sí misma como el remolino de un desagüe, resulta vital el saber perderse cara al infinito para que la estupidez angustiosa del día a día no te arrastre y las cosas tomen, por sí mismas, su justa dimensión. Es urgente escapar de la urgencia. Es necesario poner las cosas en su sitio para que los bergantes, cantamañanas, malaentrañas, cagaaceites, 'aprovechateguis' de toda laja y hasta los mismísimos políticos, no acaben arrastrándonos a la estúpida danza de sus intereses personalísimos engalanados en el papel celofán del «servicio al pueblo» como justificación del todo vale.

Y estando en estas, cae en mis manos pecadoras el HOY y, en él, el suelto firmado por la directora explicando el trato periodístico dado al incidente de Antonio Ferrera en donde primó ante todo el respeto a la persona, a sus circunstancias y al daño irreversible que podría producirse por encima incluso del interés informativo del asunto, renunciando y supeditando el 'mordiente' de la propia noticia a la deontología profesional algo, desgraciadamente, infrecuente en muchos medios de comunicación en donde el «interés informativo» pasa incluso por encima de la propia verdad. Y me sentí orgulloso de colaborar en un medio que aún conserva la ética como última ratio para actuar, en el que el «todo vale» de los políticos aún no ha tenido asiento. Son pequeñeces probablemente. Pero sin ellas este canchal llamado España se convertiría en un cagarrutero irrespirable. Soy crítico, y hasta deslenguado en ocasiones, con algunas actuaciones de nuestro periódico, pero ahora me siento orgulloso de que, a pesar de todo, aún me admita entre sus colaboradores. (A propósito directora, deberías subirme el sueldo al menos un cien por cien. Ahí lo dejo).

Pero ¡ay! todo acaba y una vez más dejé el mar a mis espaldas y a lomos del AVE –ese que Extremadura tenía prometido para el 2010– volví grupas a la corte del Rey Felipe, donde las farolas se han disfrazado de patíbulos en los que cuelgan, como ahorcados, los retratos –con sus eslóganes tontorrones, excluido el «wanted»– de políticos, candidatos y zascandiles varios (y varias) que con sonrisas, peinados y coloretes de photoshop de pago ofrecen al ciudadano las mil y una venturas a cambio de su voto. Incluso la abuelita Carmena y el nietecillo Errejón lucen en paredes y vallas como amantes incestuosos, hasta dándose un 'pico' imagino que murmurando: «Madrid bien vale un morrete». Son también pequeñeces. Estúpidas y hasta ofensivas para cualquier inteligencia por mediocre que sea. Pero pequeñeces al fin. Recobraré, en fin, mi natural bizarro y con el corazón inflamado de espíritu aventurero –polvo, sudor y hierro– tomaré el tren para volver, tierra adentro, a Extremadura. Pequeñeces.

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