El pecado de la pobreza
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La pandemia de covid-19 y su impacto económico pueden llevar a 60 millones de personas a la pobreza extrema, advierte el Banco Mundial. Pero al tiempo que crece la pobreza en el mundo, crece la aporofobia, término acuñado por la filósofa Adela Cortina para designar el rechazo al pobre.
Ser pobre no es una desgracia, es un pecado en nuestras sociedades de la abundancia. A ojo de los biempensantes y pudientes, el pobre tiene culpa de su pobreza, no sus circunstancias. El pobre no es percibido como una víctima de un sistema en el que el ascensor social renquea y tiene un aforo cada vez más reducido y la distancia social entre los vecinos del subsuelo y los del ático es cada vez mayor, sino como un paria, un parásito, un virus. Cuanto más se sube en el ascensor social, más lejos se quiere a los pobres. La tendencia es expulsarlos a la periferia de las ciudades, donde forman guetos, mientras el centro urbano se gentrifica. Lo que no se ve, no existe.
Asimismo, se demoniza al pobre, se le asimila al delincuente marginal o al pícaro, al que trabaja para no trabajar, al que vive de la sopa boba, al cazapaguitas. El propio presidente del Tribunal Supremo llegó a admitir que la Ley está pensada «para el robagallinas, no para el gran defraudador». Como dice Owen Jones, autor de 'Chavs. La demonización de la clase obrera', cuanto más desigual es la sociedad, más necesitas demonizarla para justificarlo, y «la desigualdad se racionaliza y justifica con la idea de que los miembros de las élites merecen estar donde están porque son más listos y trabajan más, mientras que los que están por debajo merecen estar ahí porque son estúpidos y vagos».
El pobre es un sospechoso habitual al que se le aplica «un doble rasero preocupante», concluye un estudio de la Universidad de Harvard recién publicado del que esta semana se hizo eco 'Materia'. A través de 11 experimentos, las autoras del estudio muestran que las personas de bajos ingresos son prejuzgadas de manera más negativa por consumir los mismos artículos que otras con mayores ingresos. Pero no es porque tengan menos para gastar, sino porque se presupone que necesitan menos. Es decir, las necesidades básicas tienen que ser más básicas para los pobres. Estos deben conformarse con menos, incluso si perjudica su salud o seguridad, pues las investigadoras revelan que se considera superfluo, un capricho, para una familia con poca renta que pretenda una casa cerca de un hospital o en un vecindario seguro. Está mal visto que el pobre compre algo que para el rico es básico para su seguridad. O sea, lo que definimos como necesario o superfluo cambia según los ingresos de la persona.
En este sentido, Serena Hagerty, autora principal del estudio, indica que «una crítica potencial al ingreso mínimo vital puede ser que las personas de bajos ingresos gastarán el dinero en cosas equivocadas».
La consecuencia es que la sociedad condena al pobre a no salir de pobre. Es lo que se llama la trampa de la pobreza, porque se le niega los recursos necesarios para liberarse de ella. «Existe esta idea de que si das ayudas a una familia, haces que trabajen menos. Un proyecto de seguimiento estuvo analizándolo y no es así», explicaba recientemente en una entrevista con 'El País' la francesa Esther Dulfo, premio Nobel de Economía en 2019 junto a su marido, Abhijit Banerjee, y Michael Kremer, «el regalo no solo no les hace más vagos, sino que les da un bienestar y una seguridad que les hace más productivos».
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