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Ya no pasan lampreas bajo el Puente de Alcántara

Ya no pasan lampreas bajo el Puente de Alcántara

eugenio fuentes

Domingo, 13 de octubre 2019, 09:58

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En el Libro de buen amor, cuando el Arcipreste de Hita informa de los lugares de procedencia de los pescados que prefiere degustar doña Cuaresma, cita «la noble lamprea de Sevilla et de Alcántara», que en el siglo XIV se pescaba en el Tajo, entre los pilares del puente romano. Pero hoy ya es impensable ver una lamprea en estas aguas, por los obvios obstáculos de los embalses, pero también por la contaminación.

Ya no hay lampreas en el Tajo, pero en Alcántara todavía es posible encontrar la trucha a la moda de Alcántara. Cuando el convento benedictino fue saqueado e incendiado por las tropas del general Junot en la guerra de la Independencia, los franceses se llevaron un recetario de cocina que terminó en manos de la esposa de Junot, la novelista Laura Permon, duquesa de Abrantes. Con las recetas de las monjas alcantarinas montaba gloriosas cenas literarias en el París imperial, y de allí la fama posterior de la famosa receta, según la cual la trucha se perfumaba con las trufas de la dehesa que encontraban los cerdos y con el vecino vino de Oporto.

También en Alcántara está el Rincón de los Engendros. Abierto a todos los visitantes y delimitado, más que protegido, por una valla, está ubicado junto a una colina creada con los cascotes de la construcción del embalse, aunque ya nada delata ese origen de escombros.

Hay algo primitivo en sus esculturas, elaboradas con materiales reciclados –cubos, cántaros, la alambrera de un brasero, un silenciador de coche, focos, un sanitario que evoca a Marcel Duchamp…-, de modo que puede afirmarse que su creador, Fernando Tostado, también fue un pionero del reciclaje. Y, dicho sea de paso, hablar del reciclaje significa hablar de limpieza en uno de los pueblos más limpios que ha visto este viajero. Y no hablo solo de la limpieza que se debe a los servicios municipales, sino de la asumida por toda la comunidad, donde cada vecino barre el trozo de calle que abarca su casa y encala su fachada.

Volviendo a los engendros: abundan las formas más o menos figurativas, utilizando generalmente hierros o maderas para las extremidades y recipientes para la cabeza o el tronco. Pero también hay creaciones conceptuales, como si su autor hubiera pasado sin transición del arte primitivo al abstracto saltándose todos los siglos de evolución de las corrientes artísticas.

Una cierta inocencia en la ejecución, una ingenua seguridad de creer que tiene algo nuevo que decir, resultado de no haber visitado suficientes museos para encauzar un innato instinto artístico, que se queda sin afinar, y una absoluta indiferencia hacia el deseo de agradar y hacia los trompetazos de las críticas que debió de recibir en vida producen una sensación de acabado imperfecto de los engendros, bien por la mala calidad de los materiales, bien por el tosco remate de las formas. A los colores les falta intensidad, al hierro le falta fragua, a las líneas, nitidez, y contundencia a los conceptos que se apuntan. Incluso la escritura de los títulos de las obras, en las peanas de cemento, pide una mayor pulcritud caligráfica.

En estas esculturas y en el entorno al aire libre que las acoge asoma un aire de abandono. Su valor es sobre todo local: provocan mayor afecto y sentido en quienes conocieron a su autor -algunos siendo niños- y lo vieron crear escultura a escultura, algo más que meritorio para un hombre del pueblo sin formación académica. Pero no terminan de ser el tipo de obras que desea para su localidad todo concejal de turismo.

Esta sensación se aprecia en la escultura dedicada a la nieta del autor, Almudena Cid Tostado, la extraordinaria gimnasta rítmica, creadora del movimiento que lleva su nombre y la única en alcanzar cuatro finales olímpicas. En la base de la escultura hay un ejemplar de un libro suyo, y aunque ha sido plastificado para protegerlo de la intemperie, su encuadernación se está deshaciendo y su impresión se vuelve ilegible, desteñida por el sol y la lluvia.

Alcántara tiene otras piezas notables en su patrimonio, pero su joya principal es el puente romano, que mantiene incólume desde hace dos mil años su asombrosa e intemporal belleza, que le haría destacar por encima de cualquier contexto en que se colocara. Ubicado bajo la enorme presa de cemento, no se sabe si el puente la mira amedrentado por toda el agua que se almacena detrás o si la vigila como un centurión para que no cometa ningún desmán.

El caminante se detiene unos segundos en el centro exacto del puente y mira hacia atrás, y aunque hay una diferencia esencial entre él y los antiguos romanos –ellos marchaban, y él solo camina-, durante unos segundos tiene la sensación de vivir en la Lusitania de hace dos mil años, emocionado ante el equilibrio y la firmeza de la obra, que refleja la firmeza del pueblo que lo construyó, aquellos romanos orgullosos que preferían arrojarse contra la punta de su espada antes que caer prisioneros, o que, con valiente serenidad, se daban muerte en una bañera de agua tibia cuando eran condenados o cuando no aceptaban asumir el paulatino deterioro de una enfermedad incurable.

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