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Papeletas y papanatas

Papeletas y papanatas

TRIBUNAS ·

Estas elecciones europeas tienen un beneficio adicional: nos enseñan a todas las naciones que ninguna es el ombligo del mundo y que tenemos que ponernos de acuerdo para tomar decisiones

EUGENIO FUENTES

Domingo, 26 de mayo 2019, 07:41

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Pertenezco al grupo de los papanatas a los que criticaba despectivamente Unamuno en su famosa carta a Azorín: «Son muchos aquí los papanatas que están bajo la fascinación de esos europeos». De mis pocas experiencias en Europa siempre he aprendido cosas positivas, he conocido a gente extraordinaria y he disfrutado más que en ningún otro lugar con su patrimonio y sus paisajes. He sentido el incendio de la catedral de Notre Dame o el terremoto de Aquila como propios, como una desgracia familiar, de modo que antes veo los rasgos comunes que los rasgos diferenciales que pretendía don Miguel. Y por eso formo parte de los enfervorizados proeuropeos y, a primera hora de la mañana de este domingo acudiré a votar con los tres sobres de las papeletas en una mano, el blanco, el sepia y el azul, y el periódico en la otra, sin prisas, con la seguridad de que no encontraré la misma cola ante las urnas que en las elecciones generales de hace un mes y que la participación será menor. Estos triples comicios son como volver a los manteles cuando aún estamos haciendo la digestión de la comida anterior y, claro, tenemos menos hambre, aunque los alimentos que se presentan no son menos sustanciosos.

Sin embargo, a los españoles nos interesa especialmente el buen funcionamiento de Bruselas. Cuando se deteriora la casa Europa, el sótano es el que sufre mayores desperfectos. Además, estas elecciones tienen un beneficio adicional: nos enseñan a todas las naciones que ninguna es el ombligo del mundo y que tenemos que ponernos de acuerdo para tomar decisiones. En definitiva, que las cosas no pueden imponerse y que las naciones ricas del norte, empeñadas en que Europa entera se germanice, se verán obligadas a tener en cuenta los intereses de los barrios bajos del Mediterráneo.

Así pues, soy uno más de los españoles que hoy nos ponemos de puntillas para asomarnos por encima de los Pirineos y ver qué se cuece en Europa antes de decidir el voto.

Y según las encuestas, nunca como ahora había habido tanta preocupación por los temas ecológicos, en parte porque todos comprobamos en carne propia que el clima está enloquecido, que continuamente se baten récords de calor o de aguaceros, que los árboles florecen a destiempo, que se respira peor y que nuestros estómagos protestan disconformes con algo que les hacen a los alimentos. Los cielos están más sucios que nunca y parece que aumentarán los votos, sobre todo de los jóvenes, a quien prometa una buena limpieza. Van quedando atrás los años en que a la ecología se la consideraba un invento de la izquierda y, por lo tanto, un enemigo ideológico.

Hay asuntos nacionales que pueden abordarse dentro del propio país, pero no el cuidado de la naturaleza. La contaminación no respeta fronteras, los malos humos se las saltan de un brinco. Las aguas de los ríos son imparables y se ríen de las rayas, van de una a otra orilla de países distintos cuando les da la gana. Ningún huracán, ningún monzón se ha detenido porque una señal les advierta 'Prohibido el paso'. Y esa reciente conciencia de enfrentarnos a un problema global sin duda influye en la preocupación de los europeos por el tema y en la necesidad de normas y de organismos internacionales que exijan su cumplimiento.

No se trata de acatar a ciegas los preceptos del Manual del perfecto ecologista, ni de exigir que el cuidado de la naturaleza polarice los proyectos de todos los ministerios, incluso en el de Guerra, pero, más allá de los pequeños grupos de vegetarianos y neorrurales que solo reconocen por dioses a Ceres y a Maia, ha crecido la conciencia general de que no podemos permitir, en nombre de la sacrosanta libertad de mercado, que una multinacional, con la excusa de crear puestos de trabajo, decida cuántos árboles va a talar, qué vertidos industriales lanzará al río o al subsuelo, con qué humeríos tiznará la atmósfera o qué escoria dejará en el paisaje tras la explotación de una mina.

Hay males naturales que nos hacen daño sin que nadie haya tenido culpa: un terremoto causado por el ajuste de las placas tectónicas, o la erupción de un volcán, o el paso de los huracanes. La naturaleza siempre ha producido estragos y los seguirá produciendo. Pompeya y Herculano no estaban provocando ningún cambio climático para que las enterrara el Vesubio. Frente a ellos, no nos queda otro remedio que la resignación y el diván del psicólogo.

Pero esas catástrofes naturales pueden ser agravadas con el calor creciente, la desertificación y el deshielo en los polos, la suciedad de los aires y de los mares. Quizá las últimas sequías y violentas inundaciones vengan influidas por la mano del hombre que provoca el calentamiento global. Quizá tanto incendio se deba a una política forestal inadecuada. Quizá tanto cáncer no se deba a la evolución natural de unas células, sino a que han sido contaminadas por un escape de una central nuclear, o por el mercurio que envenena las aguas, o porque también nosotros nos estamos alimentando de plásticos.

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