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Nacionalismos

agustín vega cortés

Viernes, 16 de agosto 2019, 10:36

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Los nacionalismos catalanes y vascos tienen unas raíces históricas indudables, pero su aplastante hegemonía política, social y cultural se ha construido desde el poder en tan solo cuatro décadas. El mismo poder que el Estado puso en sus manos, y con el que lo han hecho desaparecer totalmente de sus territorios. Después de 40 años de democracia, los catalanes y vascos que ya no se sienten españoles son diez veces más numerosos que cuando vivían bajo el franquismo. La mayoría de los catalanes se declaran independentistas, y el País Vasco es, de hecho, un pequeño Estado asociado cuya aparente cordialidad con el Estado español se debe a que este no cuestiona esa realidad.

Pero el nacionalismo es un retroceso histórico. O, mejor dicho, el nacionalismo marcha en sentido contrario al progreso de las sociedades, y a la extensión de los valores que nos humanizan y nos hacen sentirnos más iguales y solidarios. Y no es democrático porque es una ideología totalizadora que se construye, siempre, en confrontación con los otros. No es democrático porque es supremacista en la medida que se fundamenta sobre la idealización de lo propio frente a la inferioridad de la identidad a la que se quiere combatir. No es democrático porque no reconoce la preeminencia que deben tener los derechos de un hombre o de mujer como individuos sobre las tradiciones o los valores comunitarios hegemónicos en cada momento histórico. No es democrático porque solo considera «pueblo» o sujeto de derechos colectivos a aquellos que abrazan su ideario y sus objetivos, extendiendo una sombra de sospecha sobre todos los que se resisten, y homologando ser de los suyos con ser ciudadanos. Lo cual se convierte en una poderosa arma de persuasión. Sin embargo, hoy, tanto en Catalunya como en el País Vasco, cuestionar las ideas nacionalistas se equipara a no ser demócrata.

Es el resultado de cuarenta años ininterrumpidos de ejercicio del poder por parte de un entramado corporativo de ambiciones políticas y económicas, que entendió desde el principio que el poder real no estaba ni en las instituciones de la política, ni siquiera en los llamados poderes facticos tradicionales, sino en lo que Foucault define como «la trama de poder microscópico o capilar». Poderes que se manifiestan en distintos niveles, se apoyan mutuamente y, de una forma sutil, ejercen un dominio total de la sociedad.

De esa forma, el ideario nacionalista se fue infiltrando en las instituciones de enseñanza en todos sus grados, en el mundo de la cultura, en los organismos corporativos o colegiados de las profesiones liberales, en el deporte, en el mundo empresarial, y sindical, en el gigantesco entramado burocrático y del sector público que emplea a cientos de miles de personas, de las que dependen cientos de miles más, y que, como ocurre siempre, son adictas al régimen. En la enorme maraña de oenegés, subvencionadas y profesionalizadas, de todo tipo y condición, que actúan como la infantería del poder político. Y, en general, cualquier ámbito de influencia social, tanto en Catalunya como en el País Vasco, se encuentra atravesado por el dominio hegemónico del nacionalismo. Y toda exteriorización del componente español latente en una gran parte de sus poblaciones es ya puramente residual o folklórico. O se encuentra en proceso de extinción.

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