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Oporto, donde José Merchán fingió ser mudo. :: HOY
El mudo que hablaba solo

El mudo que hablaba solo

Cuando silencio y soledad agobian, hay que recurrir al soliloquio

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Jueves, 19 de abril 2018, 08:11

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El otro día tomé café en un bar al lado de un señor que hablaba solo. Vestía un jersey de color rojo, era bien parecido, tendría entre 40 y 50 años, bebía un café con leche en vaso de cristal y hablaba solo.

Todos hemos hablado alguna vez solos. Servidor, por ejemplo, habla más veces solo que con otros. Estos soliloquios son muy gratificantes y poseen unas formidables propiedades curativas pues sirven para combatir la ansiedad, aclarar las ideas y prevenir la violencia verbal: solemos hablar solos para decirle al viento o a la nada todas las barbaridades que les soltaríamos a nuestra jefa, a nuestra pareja, a nuestro cuñado... Una vez acabado el monólogo interior, nos quedamos tan a gusto y acudimos a la cita con la jefa, la pareja o el cuñado desahogados y sin acritud.

Pero lo que me llamó la atención del señor que hablaba solo a mi lado en la barra del bar no fue su conversación, de la que no entendía nada, ni su actitud, tan común siempre y más en estos tiempos en que no se habla, se wasapea. Lo que me sorprendió, más bien me impresionó, fue que el señor que hablaba solo era mudo.

Al final de la barra, donde beben café los tímidos y los solitarios, allí estábamos el caballero mudo y yo. Él para, en la penumbra esquinera, gesticular para sí sin llamar demasiado la atención. Servidor porque no conocía a nadie y me intimidaban los grupos de hombres que daban voces, bebían cafés y chupitos y aparentaban mucha camaradería y mucha felicidad.

Creo que la mayor parte de las conversaciones que mantenemos no son otra cosa que hablar por hablar. Decimos por educación, charlamos porque si callamos nos tildarán de huraños y asociales, pero nuestras conversaciones suelen ser prescindibles. Sin embargo, cuando llevamos mucho tiempo callados, necesitamos hablar como sea para sentir la íntima satisfacción de saber que alguien nos escucha, aunque no digamos nada interesante ni trascendente.

A veces, encontramos a una persona con la que hablar es un placer, un gozo inaudito porque, la verdad, resulta muy extraño encontrar a un buen conversador. Entonces, surge la estimulante excitación de la conversación intensa: nos quitamos la palabra, los temas se bifurcan, se solapan, se enriquecen y llega un momento en que es tanta la pasión conversadora que nos perdemos y recapacitamos con unas preguntas que son síntoma de felicidad: «¿De qué estábamos hablando... Por qué habíamos sacado este tema de conversación...?».

Por eso, la soledad se hace a veces tan dura y el silencio deja de gratificar y empieza a mortificar cuando se prolonga demasiado. Es en ese punto cuando uno no tiene más remedio que hablar solo, sea de pensamiento, de palabra o de lenguaje icónico.

De los casos de mudos que conozco, el más novelesco y singular es el de José Merchán Luengo, 'O Mudo' de Badajoz, que, al llegar el ejército de Franco, escapó de la ciudad por la Puerta de Palmas el 14 de agosto de 1936 con 26 años. Cruzó a Portugal y decidió salvar su pellejo como fuera.

José llegó en su huida hasta Oporto y allí se hizo el mudo. Empezó a trabajar en los muelles de Matosinhos y como era mudo, no podía descubrirse su origen español en un tiempo en que en Portugal no era raro que los habitantes del interior estuvieran indocumentados. José Merchán se casó en 1945 con una portuguesa, pero no dijo nunca ni una palabra. Cuando no podía más, cogía su bicicleta, se iba al campo y chillaba. En 1975, su jubilación coincidió con la muerte de Franco y José convenció a su mujer con gestos para volver a España. Llegó a Badajoz, bajó del tren, entró en el bar Cárdenas y habló por fin. «Un chato de vino», pidió a Luis Cárdenas y su mujer se desvaneció. ¿Qué sentiría José al poder hablar después de 40 años callado, qué sentiría su mujer al descubrir el engaño, qué sentiría el señor mudo que hablaba solo a mi lado en el bar?

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