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Manuel Terrón, el último fundador

Gentes como él, clarividente como pocos, culto de verdad, son necesarios en nuestra tierra donde, sepámoslo una vez más, todo ha de empezar por el proyecto, por el pensamiento, por la claridad de objetivos trazados con ingenio

Feliciano Correa

Lunes, 11 de noviembre 2019, 23:00

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Me sobrecoge ponerle letras a ciertas situaciones. Y una de ellas es glosar, con la brevedad que requiere una columna periodística, la gigantesca trayectoria de un extremeño cabal. Terrón, como se le conocía sin necesidad de añadir nombre (n.2-XI-1926), dedicó toda su vida a ejercer como obrero de la elucubración enriquecedora; fue un hacedor de cosas, un erudito sólido que amó las letras, la investigación y la naturaleza. Pocos como él han sido tan certeros en los juicios sobre la realidad que nos circundaba y tan afanosos en el trabajo. Abogado brillante, fundador de la institución 'Pedro de Valencia', alma y secretario de la comisión permanente de los Congreso de Estudios Extremeños y, con todo derecho, el verdadero creador de la Real Academia de Extremadura. Por eso era, además y con absoluta propiedad, el último fundador vivo.

Con él se escapa un archivo militante a pie de calle, dotado de una retentiva envidiable y un amante del campo, de la vida que vuela y corre libre y de la magia subacuática de los peces (Premio Montero de Madrid en 1998).

Defensor del patrimonio, recuerdo su compañía cuando acudí a Madrid para denunciar los atentados al castillo de Alburquerque, ante Javier Tusell, entonces director general. Él y otros componentes de la Comisión del Patrimonio que yo presidía fueron seguidores de Terrón en su combate dialéctico. Se me juntan los recuerdos personales; el 8 de junio de 2002 firmaba como secretario, en la jerezana iglesia de Santa Catalina, el diploma que me consagraba como académico numerario.

Y es que ni Antonio Vargas-Zúñiga, marqués de Siete Iglesias; ni Antonio Hernández Gil, ni Marino Barbero, ni Santiago Castelo, hubieran sabido gestionar con tanto tino como directores de la barca académica, sin este perspicaz timonel. Tomando como base los Congreso de Estudios Extremeños, el 29 de diciembre de 1979 nacía la Real Academia de Extremadura. Era una larga inspiración que el tesón de Terrón hizo verdad. El Real Decreto 1422/1980, de 6 de junio (BOE del 14) aprobaba sus Estatutos. El 9 de octubre de 2000, Sofía de Grecia, reina de España, inauguraba la sede académica en el restaurado palacio de Lorenzana.

Pero Manolo, humanamente considerado, era mucho más. En la corta distancia, sin tribuna, sin protocolo, en las tertulias, en esas largas sobremesas en el hotel trujillano de la Cigüeñas, su voz vibrante y su rico repertorio de hechos, nos hacía catar de verdad el inigualable deleite de la conversación, siempre jugosa, tan salpicada de humor como de sabiduría. Pocos como él han tenido esa cualidad de la memoria feliz para poner instantáneamente el dato preciso en el hilo argumental.

Tengo en mi archivo cartas manuscritas, pero en este trance donde la vida nos lleva sin remedio a senderos insondables, importa sobre todo la categoría de su nombre. Sí, interesa el empaque de un tipo que estaba dotado de un intelecto tan solvente, que sabía sabiamente saborear y a un tiempo el silogismo perfecto tanto como el monte encinado que tanto amó.

Era el 22 de febrero de 1981 cuando leía su discurso de ingreso en el Real Monasterio de Guadalupe, le contestó el marqués de Siete Iglesias. En aquel espacio de decoro y trascendencia, decía al hablar del campo y de la caza: «… a mi padre le incitaba más el amor al campo que a la caza en sí, y de aquel amor fui, con el tiempo, trocando la afición cruenta de la caza por el sentimiento de la naturaleza libre». No puedo relacionar aquí sus servicios a la región, a la historia de Badajoz, al periodismo, a las iniciativas literarias… Solo estas breves letras me permiten pergeñar un corto recuerdo y homenaje a una personalidad que se me antoja como el número uno en el escalafón intelectual del buen hacer académico extremeño.

Extremadura tuvo una deuda con Manolo; nosotros «semos así». Nuestra academia organizó en 2016 un homenaje público y solemne a él, que no se sustanció por los problemas propios de su edad. Gentes como Terrón, clarividente como pocos, culto de verdad, son necesarios en nuestra tierra donde, sepámoslo una vez más, todo ha de empezar por el proyecto, por el pensamiento, por la claridad de objetivos trazados con ingenio. Sin eso, tal vez vayamos a algún sitio, pero podemos llegar a donde no esperábamos.

Manuel Terrón Albarrán es un arquetipo que en su mochila de inquietudes siempre supo que Extremadura era una gran tierra.

En estos momentos vaya nuestra solidaridad con María José Bigeriego, su mujer, y con su familia. Descanse en paz este patricio de la historia, un lujo de nuestra región que jamás debe ser olvidado.

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