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Tras la caída del muro de Berlín y el bloque soviético, Francis Fukuyama certificó el fin de la historia, entendida como lucha de ideologías, y la victoria definitiva de la democracia liberal capitalista. Para este politólogo, «el fin de la historia significaría el fin de las guerras y las revoluciones sangrientas, los hombres satisfacen sus necesidades a través de la actividad económica sin tener que arriesgar sus vidas en ese tipo de batallas».

Por las mismas fechas, en 1992, otro estadounidense, Lester Thurow, publicó 'La guerra del siglo XXI. La batalla económica que se avecina entre Japón, Europa y Estados Unidos'. En este ensayo, este economista sostenía que el ámbito económico sería en el que se desarrollaría la batalla por la hegemonía mundial en el siglo XXI. Thurow vaticinaba que los tres grandes contendientes serían EE UU, Japón y una Europa liderada por Alemania. Además, diagnosticaba que la economía estadounidense ya no era la locomotora mundial y se encontraba en desventaja con la alemana y, sobre todo, la japonesa, ambas con un modelo de economía social de mercado que consideraba el paradigma a seguir.

Sin embargo, la realidad, al menos en parte, ha refutado los vaticinios tanto de Fukuyama como de Thurow. El auge de China y de los nacionalpopulismos, incluso en democracias liberales consolidadas y ejemplares como EE UU o Reino Unido, pone en cuestión los postulados de Fukuyama. Thurow, por su parte, acertó en que la guerra del siglo XXI está siendo económica, al menos de momento, sin embargo erró en que no es Japón, estancada desde hace dos décadas, sino China la tercera en discordia y, además, la que lleva ventaja. Es más, el rol europeo en este conflicto es secundario, de coyuntural aliado de uno u otro de los dos actores protagonistas: Pekín y Washington.

El pulso entre chinos y estadounidenses ha popularizado otra teoría geopolítica: la trampa de Tucídides. El politólogo Graham Allison la define como «una tensión estructural letal que se produce cuando una potencia nueva reta a otra establecida». El primero en describir este fenómeno fue Tucídides en su 'Historia de la guerra del Peloponeso', que enfrentó a atenienses y espartanos en el siglo V a. C. durante casi tres décadas. En palabras del historiador y militar griego, «lo que hizo la guerra inevitable fue el ascenso de Atenas y el miedo que eso inspiró en Esparta (la potencia hegemónica del momento)».

En su obra 'Con destino a la guerra: ¿es posible que EE UU y China escapen de la trampa de Tucídides?', Allison argumenta que el estallido de una guerra entre los dos países en las próximas décadas no solo es posible, sino mucho más probable de lo que se piensa.

En los últimos 500 años, el profesor de la Universidad de Harvard ha encontrado 16 casos en los que el ascenso de una potencia emergente trastocó la posición de otra dominante. Doce de ellos terminaron en guerra abierta. No obstante, hay cuatro que no, lo que demuestra que la guerra no es inevitable. Uno de esos cuatro casos es la Guerra Fría que durante cuatro décadas mantuvieron EE UU y la Unión Soviética.

También fría y económica es por ahora la guerra entre China y EE UU, aunque sus actuales líderes, Xi Jinping y Donald Trump, que adolecen del síndrome de Hibris, invitan a la tranquilidad tanto como el doctor Strangelove. Crucial en el desenlace de este conflicto será la batalla por el control del 5G, la quinta generación de las tecnologías y estándares de comunicación inalámbrica. Quien controle el 5G controlará el mundo.

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