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El gigante egoísta

El gigante egoísta

MIDIENDO LAS PALABRAS ·

ANA ZAFRA

Lunes, 11 de febrero 2019, 08:42

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Supongo que conocen el bellísimo cuento 'El gigante egoísta' de Oscar Wilde. Trataba sobre un gigante en cuyo patio jugaban los niños formando la consiguiente algarabía hasta que un día, harto del ruido, decidió tapiarlo. Entonces el jardín quedó tan triste que ya para siempre se instaló en el invierno. Nuestro mundo occidental, ese jardín cada vez más tapiado, también está entrando en un invierno demográfico que puede terminar convirtiéndonos en un cuento en blanco y negro.

No hay niños. Y no es que pretenda, siendo la semana del amor, que nos lancemos como locos a encargarlos. Es que, aunque pareciese que el gigante anti-niños era la economía, especialmente la doméstica, resulta que es entre los mortales donde crece la 'niñofobia'.

Una vecina denuncia que en el patio de un colegio madrileño los niños se dedican a gritar y hacer ruido. Vamos, como si estuviesen jugando, haciendo gimnasia o, simplemente, existiendo. No es que lo hagan de noche, cual moteros inconscientes, o al amanecer, como gallos rurales de toda la vida. Lo hacen en horas de colegio y eso, claro, a la vecina le resulta antinatural. Servidora con una vida entre pasillos llenos de adolescentes empujándose, gritando, besándose -estos, sin ruido- confiesa haberse preguntado en qué momento erró su vocación y no se hizo tanatopráctica -clientes silenciosos y cien por cien satisfechos-. Sin embargo, agradezco las innumerables veces que, con su energía y humor, mis alumnos me han hecho sonreír hasta en los peores momentos.

Si seguimos así, nuestras ciudades solo servirán para comprar y trabajar. Nos van sobrando los ancianos y los niños

Otro vecino pega notas amenazantes en el portal porque un bebé llora por la noche. El pobre padre, quien asegura ser el primer interesado en que la niña duerma, especifica que, al no ser porque toca el tambor sino porque le están saliendo los dientes, no ve solución posible pues, admite, vino sin interruptor para apagarla. Aun entendiendo el fastidio de un llanto infantil, el vecino enfadado, a quien supongo sin hijos, alguna vez dará una fiesta, trasnochará o, simplemente, tampoco tendrá interruptor de toses y estornudos caso de caer enfermo.

El resultado, cada vez más establecimientos, especialmente hoteleros, se declaran 'espacio libre de niños' -como de humos o perros- y no admiten parejas con hijos.

Permítanme una anécdota. Viajando cinco parejas con niños -once, concretamente-, entramos en el museo Picasso de Málaga. Rápida y discretamente, avisaron por el pinganillo: «cuidado niños». Los pequeños, embelesados, fueron contando la impresión que aquellos cuadros 'descolocados' -ya eran cubistas antes del paso de nuestros hijos- iban produciéndoles. Poco a poco, empezaron a unirse otros visitantes que prefirieron conocer el museo con los ojos de unos niños que parecían comprender mejor aquellos cuerpos de perspectivas imposibles en la realidad, pero absolutamente verídicos para cualquier lápiz infantil.

Si seguimos así, nuestras ciudades servirán solo para comprar y trabajar. Instalados en el presente, nos van sobrando los ancianos -pasado- y los niños -futuro-. Luego nos sobrarán los pelirrojos o los gordos.

Soluciones: meterlos en reservas aisladas, como en las distopías; ponerles un collar con descarga eléctrica, como a los perros; nacer ya adultos, eso cuando los hombres paran o, simplemente, recordar a algunos padres que sus hijos no son los únicos seres del universo y a los adultos que, además de ser nuestros futuros cuidadores y pagadores, los niños son los únicos capaces de devolver la primavera al jardín de este gigante egoísta en que la sociedad se está convirtiendo.

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