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Extremadura, entre la épica y la lírica constitucional

Los nuevos vientos de cambio insuflados desde 1976 fueron bien aprovechados. Había mucha ilusión entre numerosos jóvenes y trabajadores extremeños que experimentaban la sensación de poder participar en la construcción del futuro

Juan Sánchez González

Martes, 4 de diciembre 2018, 00:19

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Una de las especificidades del proceso español de Transición es que ni estuvo predefinido milimétricamente, ni existió una hoja de ruta invariable que hubiera de recorrerse. Ciertamente, el camino debía conducir inexorablemente a la existencia de un texto constitucional que definiera el modelo elegido de democracia –podría haber sido otro, y no necesariamente ese– y a la concurrencia de una pluralidad de opciones políticas que representaran la voluntad ciudadana y compitieran por alcanzar el poder en las nuevas instituciones representativas. En España este recorrido se realizó en poco más de tres años y estuvo impulsado por una serie de decisiones y compromisos que fueron conformando un complicado puzzle cuya pieza determinante, auténtica clave de bóveda, fue la Constitución española de 1978.

Los extremeños, como los demás españoles, estaban convencidos de que la muerte del Dictador tendría que significar un cambio importante en el sistema político. Otra cosa es que supieran hacia donde querían ir exactamente, que temieran enfrentarse con algunas dificultades que seguro aparecerían, y que los fantasmas del pasado a algunos les volviera extremadamente prudentes y a otros ardorosamente combativos. La Extremadura de 1975 era muy diferente de la de los años de la Guerra y la Posguerra, aunque también de la de otros territorios españoles que en los años sesenta habían experimentado importantes procesos de modernización. El desarrollismo franquista aplicado (o mejor sufrido) en Extremadura provocó unos efectos demoledores. Supuso una pérdida selectiva y desproporcionada de población, en torno a 700.000 extremeños, que con su obligada marcha dejaron a la región esquilmada y adormecida. La población de Extremadura había descendido en 1980 hasta 1.032.266 habitantes. Nunca habían tenido las provincias extremeñas tan escaso peso relativo, el 2,5% de la población española

Está dramática realidad suele contrapesarse con los beneficios alcanzados por la progresiva transformación en regadío de una parte significativa de la superficie regional, unas 200.000 Has. entre ambas provincias, con la consiguiente creación de medio centenar de pueblos de colonización. Al tiempo que se acentuaba la despoblación de algunos núcleos rurales, se creaban otros donde refulgía pomposamente esa «nueva» realidad extremeña. La de la transformación del secano en regadío que, pese a evidentes efectos positivos, ni alivió el secular hambre de tierras, ni el creciente paro agrícola que únicamente se paliaría emprendiendo el camino de la emigración. Sus mayores beneficiarios fueron los grandes propietarios de siempre, pues los cerca de diez mil colonos que se asentaron en los nuevos poblados, tuvieron que aceptar unas condiciones que ralentizaron la ya de por sí dificultosa rentabilidad inicial de su aventura.

Mientras tanto, y a la altura de 1975, la vida cotidiana en muchos pueblos extremeños seguía adoleciendo de las carencias más básicas de agua, asfaltado, alcantarillado y electricidad. El carácter rural junto con el atraso (social, cultural, económico...) y el aislamiento, continuaron siendo componentes existenciales de los extremeños, mientras Extremadura se afianzaba como una de las regiones más pobre –en realidad, la que más– y menos industrializada de España. Por ello, y aunque también las mejoras se hicieron visibles, los nuevos vientos de cambio insuflados desde 1976 fueron bien aprovechados. Había mucha ilusión entre numerosos jóvenes y trabajadores extremeños que experimentaban la sensación de poder participar en la construcción del futuro, y que pugnaban por ensanchar los cauces por donde fluyeran sus anhelos y reivindicaciones. Y también entre los estudiantes que comenzaban a formarse en una incipiente Universidad de Extremadura, todavía por hacer, y que repartidos entre Cáceres y Badajoz protagonizaron variados actos de protesta y concienciación. Porque todo ello sucedió en medio de una grave crisis económica que originó una importante movilización social, con huelgas y encierros de trabajadores en algunos sectores clave, como los de la construcción, el tomate, el tabaco, o en algunas industrias emblemáticas como la Díter en Zafra, o el proyecto finalmente frustrado de construcción de la central nuclear de Valdecaballeros.

Y ya, en el plano estrictamente político, el compromiso de un número significativo de extremeños que conformaron los cuadros dirigentes o la masa de afiliados de esa gran «sopa de letras» de partidos políticos que afloraban por doquier, y que irían progresivamente reduciéndose por su insignificancia o por sus convergencias y alianzas estratégicas. Las elecciones de junio de 1977 fueron determinantes en este proceso de racionalización política, además de que, sin ser formalmente constituyentes, las Cortes salidas de estas elecciones fueron las que debatieron y aprobaron la Constitución. Su resultado en Extremadura fue elocuente: el 50 % de los votos fue para UCD y el 30 % para el PSOE. Al frente de UCD, Enrique Sánchez de León, el líder regional indiscutible del primer partido regionalista extremeño AREX, que integrado en UCD acabaría conformándola en su inicial versión extremeña. En el PSOE, todavía sin un liderazgo claro, un sevillano encabezaba la lista por Badajoz, Luis Yañez, mientras que la candidatura cacereña la lideraba Pablo Castellanos, un extremeño afincado en Madrid. El siguiente capítulo de esta apasionante historia fue el de la preautonomía y los inicios de la democracia constitucional. No lo desarrollaremos aquí: sólo diremos que al quedar todavía espacio para la épica, no fueron aún malos tiempos para la lírica.

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