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¿Qué ha pasado hoy, 17 de abril, en Extremadura?

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ANA ZAFRA

Lunes, 17 de junio 2019, 10:12

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Como cada mañana, Fernando entra en la calle. Temprano, justo a la hora en que quienes la transitan parecen tener más prisa, como si tuviesen que encender el día. No va a ningún lugar, no tiene ninguna cita, pero no puede dejar de hacerlo. Necesita seguir amparándose en la rutina de las mañanas en las que él también corría, esas en las que aún formaba parte del paisaje, antes de ser expulsado del paraíso social del que entonces tanto renegaba. Abrir el bar a las siete, poner cafés para los obreros que, como él, sabían entonces para qué levantarse, compartir, entre tostada y tostada, los goles del domingo y las manías de un jefe cualquiera, todo lo que, sin estar escrito, perdió junto con la carta de despido.

Ahora el cansancio es mayor porque tiene menos que hacer y los días se hacen eternos y las noches, insondables. La calle es dura y fría, pero su hogar está gélido y silencioso y necesita el bullicio que le recuerde que la vida sigue a pesar de que la suya se haya parado. El vaivén de los otros es más acogedor que su propia sonrisa mirándole desde las fotos de casa, en una playa, en una boda, siendo feliz... Allí aún vive el Fernando de antes, el que creía que lo peor que podía pasarle era que perdiese su equipo u olvidarse del regalo de Luisa en su aniversario.

Luisa llevará a los niños a la escuela. No quiere que le vean. Que sepan que su padre no irá a trabajar ese día ni el siguiente. Que dejen de creer en él, aunque él ya lo haya hecho. Después, ella irá a la fábrica, a montar coches como los que ya no pueden tener y a ganar la miseria con la que aún pueden sobrevivir.

A veces se cruza con algún conocido y nota cómo le huye, cómo evita saludarle para seguir ignorando sus miserias

Sobre las doce se acercará a la cola de la comida. Macarrones con sonrisas y sardinas enlatadas. A veces se cruza con algún conocido y nota cómo le huye, como evita saludarle para poder seguir ignorando sus miserias. O puede que sea miedo. La pobreza puede ser contagiosa a poco que la vida se sacuda como un perro.

Mientras deambula buscando otros bares, en los que acaso les sobre un empleo o un café, pasa delante de un escaparate con televisores donde, multiplicados por diez, dos hombres con traje se dan la mano bajo un paño rojigualdo.

Hablan de cosas importantes: quién será ministro, tú qué me das, yo qué te ofrezco. Fernando sabe que desde la tibieza de su hogares y el fragor de sus batallas no pueden sentir la crudeza de su vergüenza ni la desesperación de su futuro incierto. Que, si acaso, será solo una cifra perdida en el mercado político donde todo pierde el nombre y la importancia. Una cifra, insignificante para ellos, pero enorme como su tristeza: ocho millones y medio de personas que se encuentran en exclusión social aquí, a nuestro lado. Un 23,2 % de la población extremeña, según el último informe de Cáritas.

Sentado en un banco, algún Fernando nos observa aguantándose, quizás, las ganas de recordarnos que lo que a él le ha ocurrido, la expulsión de ese edén cotidiano que solemos olvidar, no es, como preferimos pensar, algo que solo les ocurre a aquellos que creemos diferentes. O algo que siempre les sucede a otros.

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