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Espacio personal

Espacio personal

Midiendo las palabras ·

ana zafra

Lunes, 11 de marzo 2019, 09:45

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Son ustedes de los que, al montar en un autobús casi vacío, eligen sentarse justo al lado del único pasajero o, por el contrario, pertenecen al grupo de quienes se bajarían en marcha si, con un montón de asientos vacantes, un simpático ocupante pretende pasarse el viaje dialogando?

¿Les molestan esas personas que necesitan complementar cualquier relato con un constante toqueteo o les encanta acariciar a su interlocutor hasta para explicarle cómo se llega a una calle?

¿Sienten estrés cuando su casa se llena de gente o gustan de compartir mesa en cualquier celebración incluso con desconocidos?

Sepan que todo esto, que algunos creíamos manías, no es más que una reacción casi animal, condicionada por nuestra amígdala, que hace que cada cual necesite, fije o varíe su espacio personal dependiendo del momento, la cultura o la situación. Incluso tiene su propia ciencia, llamada proxemia.

Así, inconscientemente, todos marcamos una pequeña burbuja a nuestro alrededor, lo que los estudiosos llaman zona de escape, que protege nuestra intimidad y que, caso de ser invadida, nos hace sentir inseguros o amenazados.

Pongamos que estamos en la caja de algún supermercado esperando pagar ¿Nunca han tenido a alguien detrás que acapara su turno como un tesoro y parece capaz de cualquier cosa por defenderlo? Se mueve la cola y empujan su carrito hasta sobrepasarte. Sientes su respiración en la nuca, sospechas que en algún momento van a intentar ganar la posición, cual Hamilton contra Alonso o que, caso de agacharte podrían pasarte por encima con tal de no perder un centímetro que les acerque a la salida. ¿Invasión de tu espacio personal, falta de respeto y educación o ansia viva?

O que, con esta costumbre moderna de besar a todo el que te presentan, te acercas a la cara del recién conocido, incluso tocas su brazo en señal de empatía y buena conexión, y notas que el besado se contrae, hace un leve movimiento hacia atrás e, incluso, esgrime un gesto, casi imperceptible, de desagrado. Comprendes entonces que estás ante alguien a quien molesta el contacto físico y, en lugar de achacarlo a su timidez, lo tomas como algo personal. Como si el interfecto temiese que fueses a pegarle algún virus irreversible o a robarle el alma o, lo que es peor, la cartera.

Estudios por países revelan, por ejemplo, que los españoles somos de los que menos espacio personal necesitamos frente a desconocidos. Menos, incluso, que en China, a pesar de nuestra tendencia a los chistes de mil chinos jugando al fútbol en una cabina telefónica. O que los nórdicos, cuando a amigos se refiere, se acercan cual edredón, quizás por guardar el calor corporal. También que tiene que ver con la edad y, aun no siendo experta deduzco, con la higiene del proxémico. O que las mujeres nos acercamos más a los conocidos mientras la cercanía de desconocidos nos intimida, para lo cual no hacía falta estudio antropológico alguno.

Personalmente, cada vez estoy más convencida de que el móvil es quien mayormente tiende a reventar mi burbuja. Ese wasap preguntándote «¿qué ceno?» Ese comentario inoportuno en el grupo de zumba, esa llamada vendiéndote algo en plena siesta. Ese zumbido justo en el momento que has decidido compartir -hasta disolverlo- un espacio personal y una llamada, impertinente, se empeña en que aquello sea un trío, aunque solo sea virtual.

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