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Elogio de la pandereta

Elogio de la pandereta

Nadando con chocos ·

Chapu Apaolaza

Jueves, 12 de septiembre 2019, 10:32

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Cuando era un niño, pensaba que Camilo Sesto era Camilo Sexto, pues quizás viera él a un rey loco, un Luis XIV de sí mismo por el tupé, la voz, el carácter personalísimo y ambiguo de su inquietante aspecto, siempre entre un niño y una vieja. Como la oveja. Ahora que ha pedido la cuenta creo que España tiene a Camilo Sesto en el debe, pues convirtió a un artista en una excusa para la mofa y relegó al territorio de la risa a un cantante sólido y prolífico que mantuvo su personalidad y su coherencia artística desde el principio de su carrera hasta el final. Elevo a Camilo VI, pisoteado por la españolía, pues de haber nacido en otro país, lo hubieran tratado como a Bowie o a Gainsbourg, y en España se rieron de él hasta recluirlo en el palacio de la vulgaridad de un chalé de Torrelodones como una muñeca rota, despeinada y mal maquillada. Porque su sexualidad era ambigua, por el pelo, igual, por la mirada atrevida, porque se operó la cara, porque era de aquí, al fin y al cabo. Si hubiera sido francés, hubiera sido un cantante de culto. España es un país líder en transplantes de órganos y en equivocarse en sus juicios, pues encumbra al primer pendejo que pasa por la Gran Vía y en cambio entierra el verdadero talento. Este país destaca por una habilidad obstinada -como solamente puede resultar obstinado lo ibérico- de restar valor al que lo tiene y regalárselo al vaina, de convertir al friqui en artista y al artista en friqui.

El español navega entre la vergüenza de lo suyo y un orgullo desmedido por esas mismas cosas, de manera que siempre tropieza en el complejo o en el chauvinismo, que son la salida y la meta del cateto. Ahí se contienen todos sus registros: desde el español que aquí reniega de todas las cosas hasta el paisano que en el extranjero pregona con su natural ruidoso, indiscreto y soez, que lo suyo es lo mejor y que qué malas están las croquetas del restaurante español de Pekín al que acude con obsesión y a la vez con asco. Entonces cuadra el círculo de exigir aquello de lo que en casa reniega. España odia sus cosas y vive carcomida por el odio a sí misma, una reacción autoinmune que se la va comiendo por los pies. Así, un tipo que va por Sevilla diciendo que habría que prohibir la Semana Santa coge un avión y aplaude en la playa de un resort del Caribe la puesta del sol, que se pone todos los días. Ese mismo siempre encuentra la verdad de la vida en la espiritualidad y la energía de la ceremonia de la mayoría de edad del mono de Sumatra, pongamos, un rito del que aprendió algo leyendo aquella tarde un folleto en el mostrador de recepción del hotel, y entra en trance con liturgias que en su propio país calificaría de carpetovetónicas y propias de una España a olvidar. Para ese español, el desierto del Namib es un paraíso, pero después no va a Soria porque no hay nadie. La jota es la España de pandereta, los toros son de pandereta, la copla es de pandereta, Camilo Sesto era un cantante de pandereta y en general, todo remite a la pandereta; no sé qué le han hecho las panderetas. Allá donde se invoca la vergüenza de la España de pandereta es donde habita la verdadera España de pandereta.

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