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Dormir en la pensión Miguelín

Dormir en la pensión Miguelín

Los artistas extremeños no quieren birras y buen rollo, sino un caché

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Viernes, 7 de diciembre 2018, 08:45

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Mi hijo fue a tocar a Móstoles con su grupo de rock y después durmió en la pensión Miguelín de esta ciudad, famosa por su alcalde levantisco y sus empanadillas televisivas. Al llamar a la puerta de la pensión, situada en un tercero de un viejo edificio de pisos, les abrieron la puerta un señor alto de pelo largo, lacio y grasiento y un caballero bajito y calvo, pero con perilla blanca y sedosa.

Les informaron de que podían dormir escogiendo el tiempo a gusto del consumidor: desde una hora y media hasta un mes. Eligieron el pack de una noche y les cobraron 18 euros por cabeza. Además, les pidieron la documentación y les prometieron que si había redada policial, cosa frecuente en la pensión Miguelín, avisarían a los guardias de que estaban durmiendo allí unos músicos de Cáceres, que estaban muy cansados, que se tenían que volver al día siguiente y que mejor que no los despertaran.

Como mi hijo y sus colegas de grupo habían cobrado 25 euros por su actuación y se habían pagado ellos otros numerosos gastos y la gasolina... Pues eso, que repartieron los 25 euros y tocaban a ocho y algo por cabeza, así que puso cada uno diez euros y se retiraron a las habitaciones, que no tenían baño, sino uno compartido del que salían unas señoras mayores y extrañas, que a mi hijo le dieron algo de yuyu y prefirió ducharse al llegar a casa al día siguiente.

Al acostarse, mi querido hijo, que será rockero, pero es tan limpio como su madre y tan hipocondriaco como su padre, descubrió unos pelos en sus sábanas y prefirió dormir sin desvestirse y con el anorak puesto, operación en la que sale a su madre pues nunca olvidaré la mañana en que me desperté en un hotelito rural muy mono del parque nacional portugués de Peneda Geres y me asusté al ver a mi lado a una señora durmiendo con un chubasquero puesto, capucha incluida. Era mi mujer, que había descubierto que no habían cambiado las sábanas usadas por los anteriores clientes y prefirió dormir de la manera más aséptica posible: con el chubasquero puesto.

Pero habíamos quedado en que mi hijo durmió, tras un concierto en Móstoles, en la pensión Miguelín, en una cama con sábanas llenas de lunares de colores y pelos de mujer y con el anorak puesto tras pagar 18 euros, que no es mucho, pero al menos deberían dar derecho a dormir sin la compañía de los pelos de otra.

La vida de los jóvenes rockeros es así. Ni los entienden ni les pagan. Cómo olvidar aquella noche en Coria, cuando el grupo de entonces de mi hijo, los Wan Tung Frito, ganó un concurso, el concejal leyó el fallo del jurado y ni mi hijo ni mis colegas subieron a recogerlo porque el buen hombre no entendía nada y tradujo libremente: «El primer premio ha sido para Juan Antúnez Fito», que no andaba por allí porque ni se había presentado ni tan siquiera existía y el premio iba a quedar desierto hasta que alguien se percató del error de traducción.

Los viejos rockeros nunca mueren, pero los jóvenes rockeros morirán muy pronto como no cambien las cosas. Ahora, mi hijo y su grupo y todos los grupos de rock que empiezan han de pagar si quieren actuar. Mi hijo fue la semana pasada a Sevilla y la sala donde tocaron cobra a los grupos 150 euros por actuación. Súmenle el viaje, dormir y cenar y añadan la taquilla a precios populares no, lo siguiente, y verán que ser rockero resulta ruinoso.

Dice mi hijo que la próxima vez que llame al fontanero, le va a decir: «Ven a trabajar gratis, tío, que te queremos, tenemos unas birras muy ricas y un buen rollo que mola». A ver si viene por el buen rollo. También propone llamar al supermercado y cuando traigan la compra, invitarles a unos chupitos y a un rato de risas, a ver si así no les cobran. Los rockeros, los conferenciantes y los actores no quieren buen rollo, quieren un caché digno. Luego, si eso, se toman unas birras con la peña. Y si hay que dormir en la pensión Miguelín, se duerme.

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