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Empiezo a tener mis dudas sobre que esta pandemia nos vuelva mejores. Nada más decretarse el estado de alarma todos contuvimos el aliento a la espera de que alguien cualificado nos dijera qué hacer, cómo escapar ilesos de esta encerrona que nadie vio venir, no nos engañemos. Una semana antes atendí una llamada en la redacción de una enfermera que se preguntaba por qué no había en el Hospital Universitario de Badajoz más medios de protección contra el coronavirus, un protocolo, algo... Los superiores no le hacían caso y su tono me pareció exagerado. Ahora sé que era de desesperación.

Luego el virus nos acorraló y Antonio Muñoz Molina escribió un artículo inmenso celebrando que al fin se imponía el conocimiento después de décadas prevaleciendo la opinión. El escritor notaba que empezaba a escucharse la voz de los que saben frente a la de los demagogos.

Habrá tiempo de despellejarse, de atizar el avispero político y rendir cuentas a tanto inepto. Casi deseo que llegue ese momento si significa haber erradicado definitivamente al bicho. Sin embargo, a nuestra clase política le ha entrado prisa. Está bien un desahogo, marcar tu posición. Pero noto la tentación de ir más allá y siento que esta semana se empieza a aparcar lo importante para volver al punto en que teníamos el país hace apenas un mes. Han resucitado portavoces adictos a la estrategia que ante un país desorientado ven una oportunidad excepcional para hacer campaña electoral con toda la munición de bilis a mano.

La última portada de la revista New Yorker es una ilustración de un pasillo de hospital desbordado mientras una sanitaria con su mascarilla abre la foto llegada a su móvil que le muestra a sus dos hijos y el padre esperando en la cama. Es que ahora la realidad es esto, no hay más.

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