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Contante y sonante

Contante y sonante

Midiendo las palabras ·

Ana zafra

Lunes, 18 de febrero 2019, 10:23

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Tras media vida trabajando, a menudo viene a mi memoria mi primer empleo. La responsabilidad, el miedo, los nervios, la ropa para parecer mayor, el primer sueldo... y una fecha especial, cuando la ilusión de la recompensa y la esperanza de lo que, a partir de ahí, habría de llegar se fundieron para inaugurar mi vida adulta: el día que abrí mi primera cuenta bancaria. El futuro.

De igual manera, tras casi treinta años de matrimonio, recuerdo vagamente la ceremonia nupcial y hasta se me difumina el lirismo del momento. Sin embargo, sí conservo en un rinconcito del recuerdo la mañana en que firmé mi primera hipoteca. Mientras esperaba, iba comprendiendo que aquello era en serio. Que no solo significaba dinero y compromiso de esfuerzo para devolverlo. Era un contrato vital que firmábamos juntos y que nos unía más que cualquier anillo, embarcándonos en la tarea de decidir, mes a mes, nuestras renuncias y nuestros proyectos. Otra vez el futuro.

Porque, a pesar de que la palabra «banco» nos predisponga a la antipatía y lo asociemos a «crisis» y «miseria», a «desahucios» y «ruina», el banco, esa sucursal que nos pillaba cerca o la que un día abrieron en el pueblo y de cuyos empleados conocíamos el nombre, ha sido, también, testigo de los mejores momento de nuestra vida.

Era un tiempo en que existía el dinero físico. Tan real que uno era consciente de cuánto costaba ganarlo y qué significaba gastarlo

Aunque ahora parezca increíble, mi primer sueldo fue en un sobre, con mi nombre y billetes contados. No me extrañó, acostumbrada a que mi padre viniese cada mes con un fajo de billetes -no muy grande, la verdad- que, junto con mi madre, deshacía en montoncitos: para la iguala médica, para el seguro, para la comunidad...

Era un tiempo en que existía el dinero físico, el tangible. Tan real que uno era plenamente consciente de cuánto costaba ganarlo y qué significaba gastarlo. Ahora, en autoservicios donde, a poco que olvides las gafas, te resulta un enigma saber los precios, en los que un código de barras decide cuánto engullir de una tarjeta de plástico amparada -con suerte- por una nómina cuyo importe hay que consultar online, apenas sabemos lo que cuesta un litro de leche o cualquiera de esos alimentos -casi de plástico, también- que metemos en la bolsa.

Y es que, en este 'juanpalomismo' de la sociedad líquida, los bancos se están volviendo etéreos y quieren acostumbrar nuestro consumo real a su existencia -cada vez más- virtual.

Aunque se les olvida esa importantísima masa de población a la que la tecnología les ha pillado ya un poco tarde. Aquellos que no pueden, no quieren o no tienen medios para operar on-line pero que necesitan dinero, habitualmente, «contante y sonante» para vivir. Los que van viendo cómo los bancos -minúscula desaparecen de su lado para propiciar que los Bancos -mayúscula- crezcan en remotos paraísos.

Esto, que para mi generación es un incordio, para nuestros mayores, sin tradición de cajeros y bandas anchas, es un martirio.

Llevar toda la vida trabajando, convencerte de que es mejor un banco que meter el dinero debajo del colchón, para que primero te engañen con preferentes y planes imposibles y ahora te dejen tirado, sin posibilidad de ir a charlar un rato con el de la Caja y contarle, por ejemplo, la propinilla que quieres darle al nieto cuando venga a visitarte este fin de semana.

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