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Carlos V en Yuste, de Miguel Jadraque y Sánchez de Ocaña (1840-1919):: MUSEO DEL PRADO
"El hambre que aquí se pasa es grande"

"El hambre que aquí se pasa es grande"

Algunos vecinos de Cuacos pescaban las truchas de los pozos acotado para el servicio del Emperador, le ordeñaban las vacas y hasta le vendían las cerezas que previamente había pagado y reservado el monarca

Manuela Martín

Sábado, 31 de octubre 2015, 12:42

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En la tarde del 3 de febrero de 1557, día de San Blas, Carlos V inicia en Jarandilla la última etapa de su viaje a Yuste. La comitiva debe atravesar el pueblo de Cuacos. Algunas crónicas, si bien no documentadas, relatan que los vecinos de esta localidad esperaban al Emperador con unos regalos, pero querían también pedirle un favor al gran césar. Sin embargo, Carlos, imbuido de su papel de emperador retirado del mundo, está decidido a no conceder favores ni prebendas: rechaza de plano cualquier petición. Aquí la crónica cuenta que los lugareños, desairados, se guardaron sus regalos.

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No será el único desencuentro que el monarca tenga con Cuacos. Otro episodio más documentado revela las quejas que el propio Carlos presentó a Juan Vega, presidente del Consejo Real, cuando este le visitó en Yuste. Cuenta un monje cronista que algunos vecinos de Cuacos le pescaban las truchas de los pozos que se habían acotado para el servicio del Emperador, le ordeñaban las vacas y hasta le vendían las cerezas que previamente había pagado y reservado el monarca, con gran enfado de éste. Tras la protesta del Emperador, se ordenó castigar a los culpables, pero el mismo monje indica que los castigos fueron suaves.

Época de escasez

Aunque las cartas que escriben sus sirvientes se centran en las incidencias de la vida de Carlos, en algunos momentos se asoma a ellas, si bien un poco de refilón, la vida de los vecinos de la comarca. Es época de escasez y el secretario del Emperador lo expone con toda la crudeza: El hambre que aquí se pasa es grande escribe Martín de Gaztelu el 13 de octubre de 1557 a Juan Vázquez--. Vuestra Merced tenga la mano para que no se dé licencia para sacar trigo, porque Su Majestad se enojó mucho los días pasados cuando supo que lo llevaban por remos a Portugal. La necesidad de este año en esta vera se espera que sea mucho mayor que la del pasado, porque vale dieciséis reales una fanega de trigo, y cada día sube, y de pura hambre y de los muchos que han muerto y mueren, están medio despoblados estos lugares.

La presencia del Emperador en la comarca no se sabe si alivia o agrava la situación: las crónicas relatan que la llegada de las decenas de personas que componían el séquito imperial encareció los alimentos. Hay muchas castañas y poco pan; y el que hay, caro, escriben los servidores. El Emperador, que tiene bien servida su mesa gracias a los correos que llegan cargados de Toledo, Guadalupe, Valladolid o Lisboa, atiene las necesidades que había como antes las socorrían los poderosos: con limosnas. El monje anónimo escribe en su crónica: Carlos V mandó hacer muy buenas limosnas en todos los pueblos de La Vera. Y a Plasencia le cupo que salieron de la cárcel muchas personas que estaba por deudas (). Fue una de las cosas que se pudieron hacer por aquel tiempo de más socorro para los pobres, porque el año era muy necesitado de pan y valía una fanega de trigo treinta reales; y eran muchas las deudas y los pobres.

Carlos guarda parte de su renta para limosnas. Tiene incluso a su servicio un limosnero, Jorge Nepotis, que se encarga de la tarea pero no quiere que las mujeres vayan a pedirla al Monasterio, y así se lo hace saber a los visitadores de los jerónimos: Me desplace que vengan tantas jóvenes a recibir limosna a las puertas del convento. Pues como los frailes salen a dársela, hablan con ellas y a veces chancean, se produce entre las gentes alguna murmuración. La sugerencia del Emperador se cumple de inmediato: se da orden de que ninguna mujer pase de la Cruz del Humilladero bajo pena de recibir cien azotes.

La estancia de la comitiva imperial en Jarandilla y Yuste trae consecuencias menos piadosas: como siempre ocurre, allí donde hay un gran grupo de soldados o de hombres solos, surge un prostíbulo: la Casa de las Muñecas, en Garganta la Olla, que todavía se conserva, es el lugar donde recalan y huelgan los servidores del Emperador.

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