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Bienvenida, amiga muerte

FERNANDO BERMEJO MARTÍN

Martes, 30 de julio 2019, 10:02

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TE tenía por enemiga. Me infundías miedo y me estremecía solo de pensar en ti. Sentía que tu representación cadavérica con capa y guadaña era adecuada al terror que generabas. No era capaz de entender cómo había personas que decían no temerte. Me resultaba difícil descifrar qué pasaría por la cabeza de quienes deseaban acabar su existencia porque en su criterio vivir ya no les aportaba más que sufrimiento y no consideraban que prolongar su tiempo fuese realmente seguir viviendo. Siento respeto hacia la capacidad de decisión de una persona y creo que todos tienen derecho a decidir sobre su propia existencia incluyendo el poner punto final a ella y que es legítimo pedir que alguien te ayude a lograrlo cuando tú físicamente no puedes hacerlo y tu decisión es completamente firme. Pero, a pesar de tener esa convicción, no acababa de entender que alguien no quisiese seguir viviendo. Sentía que probablemente esa actitud fuese razonable, aceptable y legítima, pero, al no sentirla en primera persona tendía a pensar que era provocada por un cierto punto de desesperanza que podría soslayarse de algún modo.

Por otro lado, entendía a quienes promovían que se legislase sobre la eutanasia porque me parecía razonable establecer un marco legal para establecer en qué caso esa decisión extrema es aceptable médica, ética y legalmente.

Sin embargo, a pesar de todo lo que me dictaba mi razón, seguía teniendo miedo. Tú, la muerte, eras el enemigo y al enemigo hay que intentar vencerle, no ayudarle.

Cuando se ve sufrir a un ser querido más allá de lo aceptable se comienza a considerar que quizás morir no es el problema sino más bien la solución

Pero ahora las cosas no las veo igual. Porque he sido protagonista de ese terrible dilema. Ahora entiendo que cuando se ve sufrir a un ser querido más allá de lo aceptable, cuando la enfermedad lo daña catastróficamente haciendo que deje de ser aquella persona con la que conviviste y a la que amaste, cuando ves que es imposible que esa persona recupere su ser y vuelva a tener una vida digna, entonces se comienza a pensar que quizás ese miedo que causabas no tenía razón de ser porque esa persona necesita otra opción, y se comienza a considerar que quizás morir no es el problema sino más bien la solución. Ese pensamiento te martiriza en ocasiones porque te asalta el resquemor de si no habrás llegado a semejante conclusión solo por egoísmo, por librarte de una carga emocional que te resulta insufrible. Pero cuando consigues recuperar el raciocinio, concluyes que no hay nada de egoísta en pensar así, sino todo lo contrario, esa convicción es un acto de amor por aquel que ha llegado a una situación sin retorno, que ya ha perdido la oportunidad de vivir en el más íntimo sentido de esa palabra, de disfrutar del paso por la vida.

Siento pena por quienes se quitan la vida cuando aún esta puede ofrecerle muchas posibilidades de disfrutar de ella y siempre he pensado que cambiarían su dramática decisión si consiguiesen tener a su lado a alguien que les ofrezca un panorama optimista del futuro. Pero hay ocasiones en las que no hay opciones ni retorno posible y entonces te das cuenta de que el problema no es la muerte, sino que el problema es la enfermedad, el sufrimiento inútil, el dolor sin objetivo, y entiendes claramente a quienes en esa frontera suspiran por ti y te invocan.

Y entonces incluso recuerdas que te enseñaron que hasta un crucificado hace más de dos mil años rogó a su padre que le librase de su agonía final.

En esa tesitura llegué a entenderte. Cuando llegó el momento en que vi en esa situación a quien más quería. Entonces lo comprendí todo. Y hasta llegué a considerarte bienvenida, amiga muerte.

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