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¿Qué ha pasado hoy, 27 de marzo, en Extremadura?
«Al rato apareció un erizo, tras él dos más y enseguida se formó un grupo...». AFP
Jesús Galavís Reyes: El baile de los erizos

Jesús Galavís Reyes: El baile de los erizos

Martes, 29 de agosto 2017, 07:59

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Por supuesto, Jarturas no era su verdadero nombre pero con este alias se le conocía familiarmente y, por lo que yo sé, a él no le disgustaba demasiado el añadido al original de su bautismo. Se decía que se había ganado el apodo porque exageraba más de lo debido cuando expresaba su cansancio o su hastío. Si había trabajado en demasía, llegaba a casa y gritaba que estaba «jarto» de tanto tajo, con esa hache aspirada tan extremeña; si en Quintana le habían vendido la cebada más cara de lo normal, protestaba que estaba «jarto» de tanto malnacido: si no llovía a su conveniencia, la «jartura» por el persistente buen tiempo era monumental. En fin, Jarturas...

Cuando llegaba el verano, era casi obligado pasar unas semanas en el campo, en la finca que mi abuela Elisa tenía cerca de La Guarda al lado del río Ortigas. Apenas ocho hectáreas de olivar, con algo de cereal y almendros. Y una casa enorme, de las de muros de piedra con más de un metro de grosor que encerraban en su interior un auténtico microclima de frescura y sombra que hacía llevadero el calor de los días del estío en sus horas centrales. Y en otra casa adosada, Jarturas y su mujer ejercían de guardas aunque el trato que se establecía entre ellos y nosotros era casi familiar.

Qué hombre aquel Jarturas. Sabía hacer de todo. Con los juncos confeccionaba nasas para las pardillas, canastillas para los huevos o trenzaba sogas de asombrosa longitud. Con una segureja se daba maña tanto para podar los ramones más finos de los olivos como para trocear con mucha precisión un cordero y luego preparar una exquisita caldereta. Armaba unas jaulas preciosas con varitas de olivo y la ayuda de una navaja. Y era capaz de pescar ranas con una caña elemental y un cordel al que ataba un trapillo de color rojo que servía de cebo.

«Cuando llegaba el verano, era casi obligado pasar unas semanas en el campo»

Yo sentía admiración por este hombre que me enseñaba a llevar el arado, a montar en la yegua y me ilustraba con los nombres de plantas, de faenas, de medidas, de aperos. Todavía recuerdo qué era un celemín de avena y a cuánto equivalían las arrobas que, afirmaba muy contento, pesaría el gorrino de la pocilga el día de la matanza.

Algún defecto tenía, claro. En la tabernilla del pueblo servían un vino de pitarra en vasos que llamaban, según su tamaño, tenientes, capitanes y comandantes. Al pueblo se subía a por el pan cada dos o tres días y entonces él, antes de regresar, pasaba un rato en el bar. De vez en cuando se achispaba y ya de vuelta y cercano, su mujer, solo con verle andar, calibraba su estado y le gritaba: «Pero cuántos comandantes te has metío pal cuerpo, condenao...». Mi abuela se hacía la ofendida, pero Jarturas tenía el don de la simpatía y con alguna gracia conseguía que le perdonaran aquel exceso «militar». Doña Elisa, no se me ponga de caracol, decía con una jocosidad contagiosa, y que no era sino una metáfora rústica.

«De vez en cuando se achispaba y su mujer, solo con verle andar, calibraba su estado»

Una noche de algún «teniente» de más, me invitó a ver el baile de los erizos. Creí que era una broma, pero insistió. Había luna llena, cuando en el campo se ve casi con tanta claridad como de día. Me llevó por una vereda a un llano cerca del río, donde al pisar la menta nos regaló su perfume. Allí nos sentamos en el suelo y me pidió paciencia. Al rato apareció un erizo, tras él dos más, y enseguida se formó un grupo de unos seis o siete. Se movían en círculos, saltaban, corrían, amagaban peleas, se empujaban, erizaban las púas o se convertían por unos segundos en bolas iluminadas por los rayos de aquella luna tan extraordinaria. Lo ves, me susurraba, están «alunaos» y bailan de gozo por verla, porque los rayos los emborrachan de ganas de vivir.

«Doña Elisa, no se me ponga de caracol, decía con una jocosidad contagiosa»

Aquel hombretón de arado y bestias, de rudimentaria cultura, era, en realidad, un poeta sin desarrollar, un alma delicada. El encanto de aquella noche algo mágica casi se quebró años después en el Instituto, cuando un colega biólogo me aclaró que eran rituales de apareamiento. ¡Qué sabría él!

Mi amor por el terruño, por mi anclaje familiar, por Extremadura, nació en aquellos veranos de mi adolescencia pasados en La Guarda, junto a aquel hombre sin dobleces que me enseñó a amar lo cercano, lo que se pisa y se huele, lo que de verdad nos conforma como personas.

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