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¿Qué ha pasado hoy, 18 de abril, en Extremadura?
Las espigadoras’, 1857, de Jean François Millet, que puede admirarse en el Museo D’Orsay de París. :: S.E.
Agapito Gómez Villa: Las espigadoras

Agapito Gómez Villa: Las espigadoras

Agapito Gómez Villa

Domingo, 20 de agosto 2017, 09:23

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La del alba sería cuando don Quijote salió de la venta tan contento…». Si no tan contentos como don Alonso, cuando la primerísima y azulada luz del alba quiso empezar a despuntar, mi madre y yo llevaríamos andando cerca de media hora, lo que quiere decir que hubimos de salir en plena noche cerrada: no guardo memoria de la luna.

Lo recuerdo perfectamente, porque, al llegar a la altura de una huerta, como a media legua del pueblo, me dijo: «Mira hijo, qué peras tan hermosas. ¿Por qué no saltas y coges algunas?». Yo, que siempre fui un niño temeroso, le dije: «¿Y si me ve alguien robando?». Difícilmente hubiera podido vernos nadie: era casi de noche y éramos los únicos habitantes del planeta. Justo al fondo del peral, estoy viendo la más tenue ración de luz que da comienzo a un amanecer. Yo no tendría más de ocho años; mi madre, veintitrés más.

Me lo dijo la noche anterior: «Hijo, mañana te tienes que venir conmigo a espigar, que a las vecinas no le conviene a ninguna» (mi padre andaba todavía en la siega). Un poco por la novedad y otro poco porque nunca fui un niño desobediente, acepté sin rechistar. Y en plena madrugada, me despertó mi madre (entonces, el horario iba una hora adelantado respecto del actual).

Total, que un rato después de lo del peral, ya estábamos en el corte, cada uno con un morral atado a la cintura, recogiendo espigas de trigo: era trigo (varios siglos después, en el museo d’Orsay, Paris, cuando me topé con ‘Las espigadoras’, no pude reprimir un emocionado estremezón: creo que hasta se me abrasaron los ojos). Y así, bajo un sol egipcio, de primeros de julio, fuimos recogiendo las espigas que días atrás habían ido cayendo de las manos benditas de los segadores: una aquí, otra allá, otra acullá.

Fue el caso que, cuando yo ya andaba mitad cansado, mitad aburrido (más lo segundo que lo primero), precedido por el agradable tintineo de las campanillas, vimos aparecer en lontananza un rebaño de ovejas que venían haciéndonos la competencia, ya me entienden. «Van a acarrarse», comentó mi madre, sin levantar la cabeza del rastrojo. «Buenos días. ¿Qué hora tiene usted?», preguntóle al pastor. Yo, por el muchísimo tiempo que llevábamos en la labor, pensaba que iba a decir «las doce», por lo menos, mas cuando el buen hombre nos dijo «son las nueve», no me lo podía creer.

Acostumbrado a levantarme en vacaciones no antes de a las diez, después de tantas horas de sol, se pueden imaginar cómo iba mi reloj biológico (ni sabía que lo tenía): como un caballo desbocado. (En el transcurso de las glaciaciones de mi vida, aprendería que la vivencia del tiempo es mucho más lenta en el niño que en el adulto –¿alguien me puede explicar por qué?–, y no digamos que en el viejo, al respecto de lo cual, diría un genio, Borges: «En la infancia, un día es como una semana; en la vejez, una semana es como un día». Así que calculen.)

«¿Cuándo nos vamos?», pregunté refunfuñando a mi madre. «Cuando llenemos los sacos». Un saco grande y otro chico, en donde íbamos vaciando los morrales. Cuando vi lo mucho que nos faltaba, me llevé otro buen sofocón (el primero fue cuando el pastor nos dijo la hora); de modo y manera que, a partir de entonces, lo único que saliera de mis labios fue un lamento continuado, que no sé cómo mi madre lo pudo aguantar: «¡Vámonos ya! ¡Vámonos ya! ¡Vámonos ya!».

Y así, luego de muchos lloros y ninguna lágrima, poco después de las doce, que dieron en el reloj de la plaza, entrábamos en el pueblo, sendos sacos de espigas a la cabeza: mi madre el grande; yo el chico, claro está.

¿Que por qué he elegido aquel día? ¡Por el amanecer! Nada más. Ya sé que el personal valora mucho los atardeceres (Pessoa dice que todos son iguales), pero yo les voy a decir una cosa: nada comparable al nacimiento de un nuevo día. Alguien se preguntará que cómo es posible que yo haga un mundo de un hecho vivido a tan temprana edad. Muy sencillo. «Las cosas no son como las vemos, sino como las recordamos» (Valle-Inclán), y aquel amanecer lo tengo para mí como el más bello espectáculo cósmico que se me haya dado contemplar/vivir/recordar.

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