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Una pareja belga contempla Extremadura desde la baca de su Land Rover en La Montaña. :: A. T.
Un Land Rover

Un Land Rover

Buscando la calma y encontrando el tiempo perdido en La Montaña

J. R. Alonso de la Torre

Martes, 20 de septiembre 2016, 08:07

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El viaje, el paisaje, la inmensidad, el amor, la juventud, la mirada perdida y sosegada, la armonía, el cielo, la siesta... La foto lo tiene todo. Y para un cacereño, más, porque a lo anterior, puede añadir su mito local, su monte Pindo, su monte Sacro, su Olimpo, su Sinaí, o sea, La Montaña.

La foto la hice con el teléfono móvil. Ni sé hacer fotos ni me gusta hacerlas, pero era imposible llamar a un profesional. Había que fotografiar el instante perfecto, el momento poético, ese flash, ese rato, esa pizca de vida en la que todo confluye para que la búsqueda del paraíso en la tierra se sustancie sin promesas, sin afeites ni decorados impostados.

Frente a un mundo medieval o renacentista creado por empresas de decoración en la parte antigua de Cáceres, frente a las promesas del cielo ahora de la perpetua campaña electoral española, la verdadera perfección pillada al vuelo, por sorpresa, un ensalmo inesperado que surge en la última vuelta del camino.

La imagen me noqueó el jueves pasado. Subía a La Montaña de Cáceres como cada tarde y, tras la curva definitiva, antes de enfilar la cuesta final del Santuario, apareció ante mí un viejo Land Rover gris, un todoterreno de toda la vida, de los que se estilaban cuando los 4x4 aún no se estilaban, de los que usaban los ganaderos de toda la vida cuando solo ellos los usaban.

Un Land Rover grande y antiguo con matrícula belga. En su interior, un desbarajuste de ropa, bultos, paquetes de comida y todo lo necesario para el viaje. Pero lo mejor estaba arriba, en la baca. Allí, mirando el horizonte, bajo un cielo de nubes panzudas y sol casquivano, perdiéndose la mirada entre Marvão y el Jálama, es decir, contemplando media Extremadura, una pareja de jóvenes guapos y rubios hacían la siesta y concitaban la perfección con galvana, morbidez y otros recursos perezosos. Todo era lento y estético sobre aquel Land Rover: las caricias mutuas, el gesto demorado, el revoltijo de mantas y almohadones colocados al azar, pero entrelazándose en un orden espontáneo que acababa componiendo una imagen para soñar. Y soñé.

Me detuve frente al Land Rover, descansando tras la ascensión dura de El Calvario, y me envolvió una tristeza repentina y dulzona, sin ansiedad, pero con melancolía. La juventud perdida, los viajes que no haré, las siestas contingentes, que pueden suceder o no suceden, el amor contingente, la felicidad contingente, esa vida nuestra en la que el azar te zarandea, del placer al dolor, de la contemplación extática de la belleza al padecer inesperado e inefable. Todo ello en un Land Rover.

La pareja seguía a lo suyo: mirarse y contemplar, acariciarse la espalda con premura deliciosa, sin erotismo, con sentido y sensibilidad, o quizás había más eros en aquellas manos demorándose en la espalda que en otras intimidades más intensas... No lo sé y me da lo mismo. Buscando aliento tras el esfuerzo, detenido ante la foto, atemperando pulsaciones y jadeo, la imagen evocadora convertía aquel ascenso diario a La Montaña en un viaje al tiempo perdido, en una recuperación del ensueño y la emoción.

El universo todo se resumía en la baca de un Land Rover viejo y gris. Dos forasteros extasiados ante la contemplación de mi tierra y mi ciudad, desde lo alto del monte donde aprendí a fumar y lo dejé, donde me fugué de clase, donde me insuflaron ansias de ser santo, donde besé, donde me escondí, donde salí con amigos solo por primera vez al campo, donde me casé y donde subo cada tarde para recuperar la calma, la frescura y las ganas de vivir y de escribir. El jueves, además, encontré la melancolía y el tiempo perdido en lo alto de un Land Rover.

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