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¿Qué ha pasado hoy, 28 de marzo, en Extremadura?
Curva de Baños, la puntilla del mareado. :: E.R.
«Papá, me mareo»

«Papá, me mareo»

Las curvas de Baños o La Media Fanega remataban al niño viajero

J. R. ALONSO DE LA TORRE

Jueves, 21 de julio 2016, 07:47

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La escena es muy veraniega. El coche deja la autovía y enfila la carretera local camino al pueblo, el niño se pone malo y avisa: «Papá, me mareo». El padre protesta, se enfada, se detiene, el niño sale del coche, la madre le pone la mano en la frente, el niño vomita. El padre sentencia: «No se os puede llevar a ningún lado».

La escena se repite generación tras generación. Mejoran las carreteras y mejoran los coches, pero los niños siguen mareándose.

A mí, las curvas del Tajo me mataban. Era vomitona segura. Y te dejaban el estómago fatal para el resto del día. Era una experiencia que había olvidado hasta que este sábado me mareé llegando a Guadalupe. Ese viaje, antes, era apoteósico. A partir de Logrosán, íbamos cayendo un hermano tras otro. En los viajes hacia el sur, la cuesta de La Media Fanega marcaba el momento culminante del mareo. Hacia el norte, las curvas de Baños remataban a quienes habían superado el Tajo sin menoscabo. ¡Un horror!

Ese mismo horror lo viví este fin de semana. Mi mujer tuvo que detener el coche en el arcén a un paso de Guadalupe y salí a liberar mi estómago, pero no podía. Afortunadamente, quedaba cerca la puebla y en una terraza me bebí dos tónicas. Creía que me había aliviado cuando empezaron los camareros a agobiarme con ofrecimientos surrealistas de comida: «Le regalamos un revueltito de morcilla. Tenemos bacalao de aquí hecho aquí. Son nuestras propias carnes, ¿prefiere cabrito, cordero, cochinillo, ternera, pollo.?». Tuve que salir huyendo tras rogar que no me hablasen más de comida.

La peor experiencia de mareo la viví a los 18 años en un autobús de Cáceres a Salamanca lleno de chicas estudiantes. Imagínense: un pos adolescente primoroso y presumido, como casi todos los pos adolescentes, al que no se le ocurre nada mejor que comerse un plato de chanfaina antes de montarse en un autobús que surcará el oeste con todas sus trampas: Almonte, Tajo, Cañaveral, Plasencia, Baños. Vomité cuatro veces en las bolsas que oportunamente me iba entregando el cobrador del autocar. Las chicas, también primorosas, presumidas y pos adolescentes, me miraban con asco, yo no sabía dónde meterme, el bus seguía su camino y yo era un reguero de bilis imparable. Llegué a Salamanca, bajé del coche y desaparecí. Al año siguiente, cuando invité a una chica a la fiesta de mi colegio mayor, aún se acordaba de mí. «¿Tú eres el que vomitaba tanto, verdad? No voy a poder ir a esa fiesta, tengo catequesis», se excusó y yo traduje aquella disculpa peregrina como: «No voy contigo a esa fiesta, que seguro que me vomitas chanfaina o cualquier otro plato de casquería».

Desde entonces, no tomo chanfaina antes de un viaje. Tampoco tomo café si no conduzco. El café me pone fatal si hay curvas y soy copiloto. Incluso una vez tomé café y me mareé conduciendo. Pero fue en Ourense, cerca de la frontera portuguesa, y en esa zona puede pasar de todo. Este sábado desayuné café con leche, luego tomé un café solo y me puse a morir.

Mi intención era coger datos para un reportaje en Guadalupe y luego, seguir hasta Alía. Este pueblo es el más importante de la provincia de Cáceres que no he visitado nunca y, para más inri, es el pueblo de mi nuera o como se llamen modernamente las compañeras de los hijos. Así es que había decidido conocer por fin Alía, pero así, tan malo, no me atreví. ¿Cómo voy a aparecer por allí, con la de curvas que hay, a conocer a la familia política recién vomitado? Lo he dejado para mejor ocasión. Conduciendo yo, en ayunas y con una Biodramina D en el cuerpo, que, ¡uf!, colocan y seguro que hasta parezco sociable y simpático.

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