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La huella del fuego, diez años después

La huella del fuego, diez años después

El 21 de julio de 2005, el fuego se tragó en 12 horas 12.000 hectáreas en Villuercas e Ibores. Aquel día marcó el paisaje y la memoria de las dos comarcas

Antonio J. Armero

Domingo, 19 de julio 2015, 00:28

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El 21 de julio de 2005, Extremadura amaneció oliendo a humo. Los bomberos portugueses se peleaban contra un incendio en Castelo Branco y otro en Portalegre, que arrastraron la nube de humo mucho más allá de la frontera lusa. En la sede de la Policía Local de Cáceres se pasaron la mañana atendiendo llamadas de ciudadanos extrañados por la neblina que cubría la ciudad, y al COR (Centro Operativo Regional del plan Infoex) telefoneó algún político preguntando por qué en Mérida olía a quemado. Era jueves y por la tarde, en el pico Villuercas (1.580 metros) la humedad llegó a ser del 5,6 por ciento, un valor propio de un desierto en los días más duros del verano. La temperatura máxima alcanzó los 39 grados y se registraron rachas de viento de cincuenta kilómetros por hora. Hacía 65 días que no llovía en la zona.

Un cóctel meteorológico que actuó como un fuelle. A las 13.47 horas, el fuego saltó muy cerca del casco urbano de Cañamero, en una zona de encinas y pinos. A las 14.58 ocurrió lo mismo a 45 kilómetros de allí, en Castañar de Ibor, en la finca Rontomé, en un paraje de encinas y robles al pie de la carretera de Robledollano. A las 17.13 horas, la Consejería de Presidencia de la Junta de Extremadura activó el Platercaex (el Plan Territorial de Protección Civil de la región)_y se constituyó el gabinete de crisis, con responsables del Ejecutivo autonómico y la Delegación del Gobierno. A las 21.45, las autoridades tomaron la decisión de evacuar Navalvillar de Ibor (535 habitantes hace diez años, 455 ahora). En doce horas, el fuego se tragó más de doce mil hectáreas. O sea, mil cada hora. Casi 17 por minuto. Fue el peor incendio ocurrido en Extremadura en los últimos 25 años.

Ardieron 9.901 héctareas en Las Villuercas y 2.085 en Los Ibores, según el balance final de ese año del Ministerio, que recoge cifras más bajas que las que ofreció la Junta a los pocos días de quedar sofocados (estas últimas aparecen en los dos gráficos adjuntos). En total, 11.986 hectáreas, el 45 por ciento de ellas arboladas. Las dos comarcas suman unas 260.000 hectáreas, y solo la ZEPA tiene 67.800. El negro se repartió entre los términos municipales de Cañamero, Guadalupe, Navalvillar de Ibor, Castañar de Ibor, Robledollano y Alía. Los incendios abarcaron perímetros de 87 y 40 kilómetros, respectivamente.

La estadística oficial los cuenta como dos episodios distintos, pero en la memoria colectiva de las comarcas que los vivieron fue uno. «El otro día estuvieron hablando de él aquí unos clientes», cuenta María Trujillo, que aquella tarde estaba en la piscina municipal de Navalvillar de Ibor. Tenía ocho años. «Estaba metida en el agua, y los socorristas nos dijeron venga venga, rápido, fuera del agua. Nos salimos corriendo para dejar que el helicóptero cogiera agua, había mucho humo en el pueblo. Yo no tenía ni idea de qué era eso. Me fui a casa y se lo conté a mi madre. Luego dieron un bando por los altavoces del ayuntamiento, diciendo que toda la gente se tenía que ir del pueblo. Mi padre cogió el coche y nos fuimos a Castañar (de Ibor), él y mi madre se quedaron a dormir allí esa noche y yo me fui a Peraleda (de la Mata), con una mujer que conocíamos».

Un centenar de vecinos se negó a abandonar la localidad. Entre ellos, el hermano de María «Él tenía una rehala cuenta la chica y le dijeron que no podía pasar para ir a por ella, pero fue, abrió la puerta y los 40 perros le siguieron detrás del coche hasta un almacén que tenemos. Ahí pasaron la noche los animales».

Con los papeles en la mano

Son las diez y media de la mañana, y la chica lo cuenta mientras atiende a los primeros clientes del día en el bar Peña, al pie de la carretera que cruza Navalvillar, donde se ven tantos coches como tractores. «Aquí te trae más a cuenta tener uno de estos que un todoterreno, es mejor para moverte por la parcela», dice Benito Murillo subido a su máquina Kubota. «Diez años después, el paisaje está casi como estaba antes del fuego, quitando las zonas de bosque tupido, pero dinero no hemos recibido ninguno», asegura.

El hombre se baja del tractor, camina unos pasos, entra en casa y vuelve con los papeles que acaba de mencionar. Ahí está, escrita a mano, la lista de las pérdidas: 161 olivos, 29 alcornoques, 40 pimpollos (pinos pequeños), 50 chaparros (encinas), 70 melocotoneros, seis frutales, 80 castaños y 50 rebollos. En total, 486 árboles. «En su día rellené los papeles, pero luego, la verdad, no volví a preguntar porque doy por hecho que eso no va a ningún sitio». En este capítulo se da por vencido Benito, que trabajó unos años en Madrid, montando «los primeros Simca 1200», pero se volvió al pueblo porque prefiere el campo. «Si tuviera algo más de vida dice, este pueblo sería el paraíso».

Es, desde luego, un remanso de calles en sombra y gente amable, incluso en día de mercadillo. Dos melones por dos euros, informa el vendedor ambulante, ese gremio que se conoce de memoria las carreteras secundarias. La EX-118 que atraviesa Las Villuercas y Los Ibores es un meandro constante. Si el viaje va de Navalmoral de La Mata a Guadalupe (74 kilómetros) y en el coche van un alérgico a las curvas y un entusiasta de los paisajes, uno se mareará mientras el otro cuenta los días para volver allí. Bosques rotundos, vistas panorámicas y los sinclinales y anticlinales de la Sierra de Villuercas, epicentro del Geoparque Villuercas-Ibores-Jara. Los Apalaches extremeños, le dicen. Porque hace unos cuantos millones de años, cuando el Océano Atlántico no existía y en el planeta Tierra solo había un continente, este sitio quedaban a un viaje asequible de la coste este norteamericana.

La desesperanza

En ese tramo fotogénico, de Navalmoral a Guadalupe, apenas hay pistas sobre lo que ocurrió hace una década. Quizás un ingeniero técnico forestal sí que las encuentre. Pero el común así, El común, se llama la finca junto a la que el expresidente Felipe González se ha construido su retiro, al lado de Guadalupe no tiene por qué advertir en el paisaje que hace diez años, en aquella zona se juntaron en la misma tarde 24 aeronaves entre helicópteros e hidroaviones, 23 retenes y 24 militares de la base de Santa Ana, en Cáceres. En el cuartel de Bótoa, en Badajoz, el general Medina ya había movilizado al personal por si acaso.

«Aquí había un grupo de militares y yo le pregunté a un sargento: ¿Y ustedes qué hacen aquí si el fuego está allí? Nosotros no hemos venido a apagar el incendio, estamos aquí para ayudar a la población y a los bomberos, me dijo el hombre». No se le ha olvidado la conversación a Juan Robledo Robledo, que echa la mañana de julio en ola de calor junto a Luis Miguel Sánchez Moreno. Los dos en el bar Aljavir, con la tele encendida y un cenicero rebosante de cáscaras de cacahuetes en la barra. Fuera, en la terraza, el sol atiza sin misericordia.

«Es verdad lo que le han dicho, aquí no ha cobrado un duro nadie, yo mismo me quedé sin unos cuantos castaños y ni me molesté en pedir indemnización». El canto a la desesperanza lo firma Juan y lo refrenda Luis Miguel, que se enteró de lo que estaba pasando en Navalvillar de Ibor por la radio. «Estaba en Madrid, trabajando recuerda, escuché la noticia y llamé a mis padres, al teléfono fijo de casa, pero no daba señal (Navavillar y Castañar estuvieron unas horas sin luz, agua ni teléfono), así que me cogí el coche y me vine al pueblo». La Guardia Civil le paró en Castañar, pero él se las apañó para coger otros caminos y llegar donde quería. «Estuve con los bomberos, les ayudé a coger agua de un pozo de mi padre, me acuerdo de que se les quedó enganchada la manguera y tuve que solucionarlo».

Juan y Luis Miguel rescatan los recuerdos con la vista puesta en el monte que tienen de frente. Se ven de lejos algunos árboles jóvenes, unos pocos con más solera, vegetación de ribera en la parte baja y sobre todo, parcelas cultivadas. «Esto está casi como entonces, a los dos o tres años ya estaba igual porque en esta parte que queda justo detrás del pueblo no había mucha vegetació forestal», dice Juan Robledo, que fue de los que el 21 de julio no durmió en el pueblo. «Fue duro verlo todo negro comenta, y el olor a quemado, que duró una semana». «No se podía casi ni respirar», recuerda Benito Murillo, que tambien pasó la noche fuera de casa. «Yo me fui porque lo vi muy negro... Era casi un suicidio quedarse en el pueblo», dice. Él subió a uno de los autobuses que puso la Junta y pasó la noche en el polideportivo de Navalmoral de la Mata, donde aquel día estuvo el consejero de Sanidad y Consumo, Guillermo Fernández Vara, encargado de coordinar el dispositivo de atención a los evacuados.

Su jefe, Juan Carlos Rodríguez Ibarra, visitó la zona al día siguiente. «Los autores de los incendios son tan terroristas como los de ETA», afirmó el entonces presidente. «Estamos añadió ante incendios provados por consecuencia de la caza». El consejero de Desarrollo Rural, Francisco Javier López Iniesta, abundó más en la cuestión. «Alguien provocó los fuegos según transitaba por las carreteras que unen los municipios afectados aseguró, las horas nos coinciden con un coche que va dando fuego, lo hicieron de manera organizada en su origen y tuvieron en cuenta la dirección del viento para que los focos acabaran juntándose».

Sin noticias de los autores

Que uno o varios incendiarios que no fueron detenidos están detrás de lo que sucedió es una tesis asumida en la comarca. El fuego comenzó muy cerca del casco urbano de Cañamero, a poco más de cien metros de la casa de Juan José Bau y_Teresa Ruiz, los dos bomberos forestales del plan Infoex. «Estábamos terminando de comer, porque yo entraba a trabajar a las dos y mi marido un poco más tarde, me llamó al móvil mi hermana y me dijo que había fuego en el castillo del pueblo, tres o cuatro minutos después me llamó mi jefe de retén para movilizarme, pero yo ya iba de camino al fuego, la zona donde empezó queda a unos cien metros de casa». Tere Ruiz, una de las pocas mujeres bombero forestal que había entonces en Extremadura, lo recuerda perfectamente. «Desde el principio se vio claramente que estaba desmadrado, las llamas iban muy deprisa».

El relato de ella lo refrenda él. «Cuando salí de casa no me pareció que fuera demasiado grande, pero al llegar al alto, cuando lo tuvimos cerca, madre mía...». «Era como si le estuvieran dando con un soplador, como si hubiera algo explotando, yo no he visto cosa igual», resume Juan José Bau, miembro del retén helitransportado de Guadalupe y con 25 campañas en las espaldas. «Fue una locura, había restos ardiendo por todos lados, íbamos de un frente a otro todo el rato, con unas ansias de apagarlo...».

Que fue el peor incendio en el que han trabajado no es lo único en lo que coincide el matrimonio de bomberos forestales de Cañamero. Los dos tienen un recuerdo que no se les borrará. «Mi madre, mi abuela, mi hijo y mi sobrino estaban en un huerto cerca del pueblo, y les llamamos para decirles que se fueran de allí porque el incendio iba a acabar llegando a la parcela», relata Teresa, que siguió trabajando sin saber si a los cuatro les habría dado a tiempo a marcharse. «Yo estaba con el retén de Campillo de Deleitosa sigue, y desde el camión, por la emisora escuché que un piloto decía que estaba viendo a dos mujeres y dos niños, pero que no podía bajar a por ellos por el humo y el fuego. No te puedes imaginar la angustia que me recorrió el cuerpo». Al final, su madre (58 años) se encargó de acompañar a los dos niños de trece y cinco años hasta una zona segura, junto al río, y de volver al huerto a por la más mayor, de 84 años. Un agente forestal y el alcalde bajaron campo a través en un todoterreno para llevarles de vuelta a casa. En la mente de todos estaba que cinco días antes habían muerto once bomberos en Guadalajara, atrapados por el fuego.

«A mi madre, aquel episodio del rescate le marcó», dice Teresa una década después. Su marido completa el relato con otro episodio que recuerda con detalle. «Iba en el helicóptero evoca Juan José y por culpa de la nube de humo no pudimos rescatar a un hombre que se había quedado atrapado en su finca; primero se metió en la casa pero tuvo que salir de ella porque se asfixiaba y no le quedó otra que tirarse en la piscina y protegerse con una manta para poder respirar».

En el mismo retén que Bau (46 años) estaba Diego Gallardo (38), que había empezado a tarbajar en el Infoex hacía un mes y once días. «A mí me tocaba librar ese jueves recuerda, estaba pasando la tarde en el pantano de Orellana, y allí estaba todo el mundo mirando a la columna de humo, que era enorme. Llamé al coordinador y me dijo que cualquiera mano era bienvenida, así que cogí el coche y me fui para allá». Eso mismo hicieron otros cuantos bomberos forestales extremeños que estaban de permiso. «Allí apunta Diego estuvimos prácticamente el Infoex entero, medios de otras comunidades, el Sepei, el Ejército...».

Gente que trabajó 20 horas. Y 22. Y más de 24. Y que siguieron haciéndolo cuando ya no había llamas. Los incendios se dieron por controlados el día siguiente, viernes 22, a las diez de la noche. Y se declararon extinguidos el 27, seis días después de haber comenzado. Entre las 11.986 hectáreas quemadas se encontraron 29 isletas de terreno impoluto. Las llamas pasaron por encima porque iban demasiado deprisa. La memoria, sin embargo, tiene otros ritmos. Diez años después, la huella de aquel incendio queda principalmente en el paisaje que no se ve desde la carretera. Y en otra cosa igual de inaccesible pero más cercana: el recuerdo.

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