Unas sardinas en Portalegre

¿Cómo calificar la decoración de este comedor? ¿Aterradora? Quizás sea demasiado. ¿Tremenda? Me sigo pasando.¿Inexplicable? Se admite inexplicable, pero siempre que nos contradigamos y la expliquemos. Vamos allá: a mi izquierda, cuelgan de la pared unos cuernos de venado y una gorra verde, que conmemora un campeonato ciclista. Detrás de mí, la esquina de la sala está tapada por un gran mantón de Manila negro con rosas rojas de plástico en las tres puntas y una caricatura de Amalia Rodrigues clavada en el centro. Por todos lados se ven aperos de labranza. En las puertas de los baños hay unos voladizos de teja. Distingo una guitarra, un sombrero negro alentejano y, presidiéndolo todo, como culminación del despropósito, un plato de cerámica con una moza, vestida al estilo regional, cogiendo racimos de uvas negras de una encina, ¿o es un roble?

Estamos en un restaurante portugués de los clasificados como típicos. De este estilo, los hay con gracia, como casa María en Alandroal, o típicos de batiburrillo y desgana, decorados por su peor enemigo, como este Casa Capote de Portalegre, en el que hemos caído porque el que buscábamos, Solar do Forcado, cerraba hoy y el nuevo que nos recomendaron, Tarro, situado en el parque principal de la ciudad, no servía sardinas y tenía un aire a cromo repetido, como si ya hubiéramos comido en un restaurante idéntico en Albacete o en Zamora.

Por San Juan, la sardina pringa el pan, dicen los gallegos, que saben tanto de sardinas que, cuando son pequeñas, las llaman xoubas en Vigo y parrochas en A Coruña. Y queríamos sardinas, plato nacional portugués, que en estos días, entre junio y julio, compite en los carteles, «sardinhas assadas», con el «há caracóis» de todos los días.

Así que aquí me tienen, en un comedor turístico, de esos que anuncian el menú en varios idiomas, pero sin especificar el precio, con fados de Amalia entristeciendo aún más el mediodía ceniciento, intentando entender cómo es posible que un alfarero pinte uvas en una encina y comprobando en un reloj antiguo, de los que manejaban los ritmos y las vidas en alguna vieja estación de la desaparecida línea de Elvas a Portalegre... Comprobando, digo, que hace ya 45 minutos pedí un bacalao asado con patatas al estilo murro, unas sardinas asadas y una açorda de gambas y aún no sé nada de ninguno de esos platos.

Entretengo la espera con unas aceitunas enanas. También me han puesto un paté de esos que preparan las cuñadas en la Thermomix (pimiento, mayonesa, atún, tomate frito...), una ensalada de muchachinos con chaleco (así llama mi suegra a estas judías), y un chorizo ahumado que masticas porque cuando tienes que esperar 45 minutos por unas sardinas, eres capaz de masticar cualquier cosa. Me mosquea que mis únicos compañeros de comedor sean dos matrimonios franceses, que comen carne de cerdo con patatas fritas, y responden que así, asá cuando el camarero les pregunta que si «todo bem».

Bueno. Hasta aquí la parte mala. Ahora empieza la regular. Llegan las sardinas, media docena, estaban frescas, aunque habían estado en la parrilla dos minutos más de lo recomendable, y las acompañaban una ensalada bien preparada y unas decentes patatas con piel. La açorda de gambas estaba muy buena, siempre que entendamos que se trata de un plato rústico al que se le añaden las gambas para que el comensal caiga en la tentación. Mi madre diría que la açorda son unas puchas (masa espesa, especie de sopa de pan a la que le quitaras el caldo) con mucho cilantro y tropezones de langostinos.

Para acabar, el bacalao asado con las patatas al murro o, como diría mi amigo Ilidio (q.e.p.d.), anticuario de Lageosa, patatas al puñetazo: las asas y las aplastas de un golpe. La verdad es que el bacalao no emocionaba. ¿La cuenta? 38 euros sin vino y sin postre. Los franceses tenían razón: comme çi, comme ça, o sea, así, asá, o ni chicha ni limoná, o ni fu ni fa.